La semana empieza con un lunes diferente en La Columna. Por primera vez escribe en este espacio Juan Martín Serrano Azulada. Nos acerca su mirada reflexiva sobre la vida.
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OTOÑ O, TRISTE OTOÑO
A pesar de que mis ojos pitarrosos, obstruidos por las legañas de mi obsesión narcisista, cierren la vista al umbral de la naturaleza, todos los días son bellos, incluida esta tarde de noviembre con su particular y seria hermosura de un lánguido otoño desfallecido. También es bella la tristeza.
El aire rasga el velo azul del cielo. Trazos descosidos de un blanco arrastrado arañan la piel del firmamento. Zarpazos que arrancar quieren al cielo el alma enredada de su sideral pureza.
Esta tarde me apetece salir a despedir el sol. Los cipreses escrutan el poniente. ¡Siempre los cipreses! A mi paso se callan enmudecidos como el lomo de un gato avizor. Son el baluarte en la frontera abismal de mis adentros aquí en mi pena. Los puse mirando al norte para encarar los vientos helados que agarrotaban el cálido germinar de mis sentimientos. Sus espesas sombras dan protección y abrigo a los débiles naranjos que lindan con el brazal que con agua escasa los alimenta como puede. A los pobres limoneros les cuesta dios y ayuda conservar la flor optimista de mi existir efímero.
En mi pasear vespertino por los senderos de esta puesta del sol me acompaña sonriente el perro. Nunca dejaré de sorprenderme de la fidelidad eterna de mi perro, siempre atento, presto a mi soledad, dispuesto a cualquier estrambótico capricho mío: decirle "adiós, hasta mañana" al querido astro.
Mi perro, como las plantaciones de moreras que escoltan mi caminar hacia el ocaso, están ahí, siempre a mi alcance.
Una vez alguien reprendió esta frágil ternura mía por los árboles y los animales. Dijo algo así:
"Amigo, encariñarse por un gato, la flor de una berenjena o la telaraña de un vulgar arácnido no deja de ser un claro síntoma de misoginia, enclaustramiento y homofobia. Tendrás que trabajarte si no quieres coger una paranoia".
Por eso, cuando noto este tonto encariñamiento mío por el reino de los animales y de las plantas, siento vergüenza por rebajarme a su irracionalidad y desenfreno. Y me digo: "no somos homologables. No es bueno exponer al contagio del instinto descerebrado de la fauna y de la flora el don intransferible de nuestra libertad singular y distinguida".
Los perros no saben de dignidad, ni decencia. No conocen el respeto. Se alimentan tan sólo de pan. "Cave canem" decían los antiguos latinos.
En este paseo de otoño, pienso que algunos "distingos" morales son más bien fruto de nuestra remarcada cultura por el engreído dicho clásico de que "el hombre es la medida de todas las cosas". ¡Mentira!
En esta tarde, entristecida por un sol que se oculta, no me siento más feliz que mi perro, ni más alegre que la pequeña flor de la berenjena que sobrepasa noviembre con la gracia y el desahogo que le confiere su recia personalidad.
El hombre hoy, descojonado de fobia, inseguridad y miedo, se lanza injustamente a la caza de su "homónimo", presume de razón, libertad y conciencia, y es tanta su cordura, juiciosidad y albedrío que nunca más distante se vio de las bondades del reino animal y vegetal.
Esta misma tarde, en Afganistán soldados americanos no se conforman con asesinar a unos pobres aborígenes, sino que además queman sus cadáveres para escarmiento y provocación de su fe musulmana. La mecha de un nuevo conflicto ya está encendida.
En el zoo de Bronx, junto a otros animales hay un cartel que dice:
”¡Precaución. No acercarse. Este es el animal más fiero que existe, el más cruel, el más sanguinario, el único capaz de destruir en masa a su propia especie!"
Junto al cartel hay un espejo que se refleja perfectamente la cara sorprendida de la persona que asustadiza acaba de leer este aviso.
Juan Martín Serrano : AZULADA
noviembre, 2005
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