la primera vez que vi a Rogelio caminar me dio la impresión de ser un hombre convencido. Me pareció una cosa extraña, inusual. Esa firmeza en su mirada y en su andar. Un paso rápido, sin prisas, un ceño fruncido como por efecto de una decisión. Poseía un aura más brillante que una perla, decididamente blanca como mantenida por su andar. Pensé que si lo seguía llegaría a la Luna, quizá para estrellarme allí. Así que cogí vuelo, rápidamente, y me posé en la rama de un árbol de la otra esquina. Pasó en línea recta, eficazmente, dejando tras de sí una estela como si el aire fuese el mar. No supe si seguirlo más, dejarlo solo hacia su infinito o quedarme disfrutando del aire alborotado que como un demiurgo atraería apetitosos duendes bajo la esfera de la noche. Arrojé un graznido lastimoso a pachamama porque yo no era capaz de decidir; necesitaba un consejo, una señal. Porque me hallaba paralizado entre seguir al portador de una duda abierta en mí o quedarme disfrutando de su regalo.
Decidí seguirlo, esta vez alzando vuelo alto sin ninguna oportunidad de perderlo porque era brillante como una perla. lo vi disminuir su paso, apagarse lentamente e ir cambiando de color, del blanco al rojo, del rojo al violeta, del violeta al negro y, a medida que descendí para observar mejor creo que lo vi sonreir. Entró en la casa, me posé en su ventana y dormí.
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