(...) Cabe decir que en su camino no se cruzó ningún residuo de cometa.
Poco sabría precisar los kilómetros que avanzó, ni el tiempo que anduvo en busca de las estrellas. Llegó a una zona pantanosa y fúnebre, harta de nubosidades. A tientas, su mano chocó con la manija de una puerta. Mala como estaba, giró la perilla sin remordimientos. La puerta se abrió lastimera y Almudena entró a prisa. Solo cuando sintió que su cuerpo se expandía, comenzó a comprender que había entrado en un agujero negro. Enseguida su cuello se tornó largo como serpiente, y su cabeza se alejaba cada vez más de los hombros, las manos, las rodillas y los pies. Las lunas de su vestido se volvían estrechas, estrechísimas, como filo de navaja. Almudena caía en un sin fondo, pero, cosa extraña en las niñas de buenos modales, no sentía ni un ápice de miedo.
Mientras se deslizaba por el tobogán del infinito miraba cómo a un lado y a otro miles de objetos deformados bajaban en picada. Conejos con las orejas cien veces más largas que las convencionales, restos de basura cósmica, un cohete, un millar de trozos de meteoro que se desmoronaban bruscamente y le obligaban a esquivar la cabeza, flores de colores brillantes, sueños de terrícolas ingenuos, accesorios de una nave espacial en buenas condiciones, niños de otras galaxias... Todo lo veía, pero nada podía coger, por mucho que estirara las manos. Al fin, pudo asirse de la punta de una estrella amarilla, pero tan pronto la tomó, se deshizo como agua.
Se desconoce cuántos millones de años Almudena estuvo descendiendo,y no existe un velocímetro en todo el universo, que mida la rapidez de la caída. Lo que sí se puede afirmar es que a pesar de que el tiempo fue eterno, para Almudena solo transcurrieron quince o dieciséis segundos. Mientras bajaba y el cabello de luz se le revolvía, Almudena tarareaba una canción que la abuela que cosía las muñecas le había enseñado cuando ella todavía no había aprendido a hablar. El eco de su voz se alargaba como macarrón caliente y se pintaba con tornasoles nunca antes vistos. Como tenía distraídos sus oídos con su propia voz, no cayó en la cuenta del goteo aburridor que sonaba lento, lentísimo, pero insistente. Un toc, seguido de un silencio casi infinito. Otro toc y un tap. El final del agujero estaba cerca, no cabía la menor duda, pero Almudena, que cantaba arrugando los ojos de estrella, no pudo adivinarlo.
Otro millar de años después, Almudena tocó fondo. Un ¡paf! brusco anunció la llegada y luego se escabulló como fideo hacia las alturas. Almudena reprimió los gritos. No ya por los buenos modales, sino porque temió enredarse en ellos. La oscuridad del universo era luz comparada con esto. Tan negro estaba todo que Almudena no podía reconocer ni sus propios pensamientos. No sabía tampoco si allí era la niña buena que se aburría sentada en los satélites de pómez o la chiquilla mala que le atormentaba en el inconsciente. Mientras caminaba hacia lo que creía ser su derecha, escuchó algunos restos de la canción que entonó mientras se escurría y el tic-toc-tap marcando el ritmo. Algo tan negro como ella y el agujero, se precipitó velozmente sobre sus zapatos. Almudena, por primera vez en millones de años, se echó a llorar sin consuelo. |