EL PULGUI
A través de toda la primaria lo veía correr por el patio, yendo, viniendo y escurriéndose por pasillos y escaleras o “de plantón” en la puerta de Dirección.
Me llamaba la atención ese chiquito tan hermoso e inquieto al que dos por tres, encontraba en penitencia.
Alguna vez, pregunté a sus maestras y me respondieron: Uf... Diego, no sabés lo que es... ¡tremendo!, ¡insoportable!, ¡mal educado!...
Pasaron los años, más de los que correspondían, porque a cada tanto repetía el grado, y un día llegó al mío.
Era un rubio peticito, todo pecoso con una cara tremenda de pícaro y de “yo no lo hice”. Ahí me enteré que sus compañeros lo llamaban “el Pulgui” (no se si por lo chiquito, por lo molesto, o por lo inquieto).
Ya desde el primer momento demostró que venía sin ningún conocimiento previo y que las maestras lo habían ido pasando “para sacárselo de encima”.
Había estado a la mañana, lo habían pasado a la tarde y por cansancio había vuelto a la mañana. Decían que era atrevido, ¡terrible!. A mí, jamás me faltó el respeto y jamás lo vi faltándoselo a sus compañeros. Eso sí, cuando salía al patio, se descontrolaba y entraba a correr por todas partes, llevándose por delante a lo que se le interpusiera (fueran escaleras, pasillos, alumnos o maestras).
Yo, cuando terminaba el recreo le hablaba, le rascaba la cabeza y le decía: Diego... sé bueno... él, bajaba la cabeza y sonreía con una risa compradora y pícara.
Como tenía muchísimas inasistencias, suspenciones, llamadas de atención y no estudiaba un día llamé a la madre; era una mujer medio entrada en años. Me escuchó “como quién oye llover”, respondiéndome que ya sabía todo y que no podía con él.
El Pulgui no tenía papá, había fallecido hacía años y él me había contado que lo extrañaba mucho y “que no aguantaba al tipo de la madre”.
En clase no atendía, tampoco molestaba, dibujaba y dibujaba constantemente y lo hacía muy bien, los demás chicos le pedían que les hiciera sus dibujitos animados, que eran excelentes.
Yo, a diario lo retaba, pero, le rascaba la cabeza y le decía: Diego, estudiá, dale...
Así iba pasando el año, volví a llamar a la madre varias veces para pedirle que se ocupara de él, porque yo me daba cuenta que era un nene triste y poco o nada atendido en lo afectivo, no así en lo material, pues no le faltaban útiles, jueguitos y vestía impecable.
Ella me respondía: ¿Sabe lo que pasa?, es que yo tengo “pareja” nueva y él no lo acepta, me mortifica y yo tengo derecho a vivir, a divertirme.
En otra oportunidad en que le llamé la atención con prudencia, diciéndole que sabía
por el nene, que generalmente se quedaba solo de noche, me respondió: Y bueno, yo tengo derecho a vivir, a divertirme, me gusta salir, ir a bailar, “soy joven todavía” (tenía alrededor de cincuenta años).
Yo “medio embroncada” le respondí: Y bueno mija, pero tenés un hijo... cuidalo, amalo. No me hizo caso.
Un día, hacia agosto, “el Pulgui” vino a mi encuentro y me dijo: Seño, quiero hablar con usted “en secreto”.
Salimos al patio y me explicó: ¿Sabe una cosa seño?, el viernes, Ana cumple los quince años (Ana, era una niña tímida, muy humilde, salteña, que vivía en la villa de emergencia cercana) y no tiene a nadie que se los celebre... entonces, yo pensé, como tengo en casa un local chiquito que no usamos, podríamos entre todos armarle la fiesta y darle la sorpresa. Quiero que venga usted... ¿eh?.
Quedé encantada con su idea, más aún cuando me enteré que ya había hablado con el resto del curso y Carla (que estudiaba repostería) le haría la torta. Otros llevarían la música, otros comida y bebida, y todos, absolutamente todos, estaban invitados por “el Pulgui”.
Le rasqué la cabecita, como siempre hacía y le di un beso prometiendo ir.
Ese viernes fue algo que jamás borraré de mi memoria, llegué a la casa, todo estaba preparado, adornos, platos, vasos, música y todos, absolutamente todos los chicos concurrieron a la fiesta.
La hermana de Ana, que también cursaba con ella, la fue a buscar y la trajo con engaños. ¡Dios mío! ¡qué cara de emoción tan grande! ¡qué felicidad experimentó esa nena. Lloraba y reía al mismo tiempo. Yo me corrí hasta la casa de un fotógrafo cercano, pues esa oportunidad no podía borrarse. Aún hoy, contemplo las fotografías, todos tan felices, tan sanos, tan dicharacheros y delante de todos, sentado en el piso y haciendo muecas de alegría “el Pulgui”.
Transcurrió el año, y muy lamentablemente para mí, no pude promocionarlo. La madre vuelta al colegio insistió con sus excusas “yo soy joven, yo necesito divertirme, yo no lo puedo controlar”.
Al año siguiente recursó conmigo y terminó séptimo “a los ponchazos”, pero egresó.
Pasó el tiempo, más de seis o siete años, nunca supe de él.
Un día, algún chico del barrio comentó que “el Pulgui” había caído preso por drogas y que había prendido fuego al colchón de su catre, pudiendo la policía salvarlo a duras penas. ¡No pude ir a verlo!, ¡me sentí cobarde!... ¡fallé como persona!.
Hace quince días, caminando por la Peatonal, escuché a alguien decir: ¡Por favor una ayuda!... soy ciego.
Sin mirar, busqué en mi cartera una moneda, giré... y me encontré con un ser deshecho... joven, ciego, toda la cara irreconocible por las quemaduras, sin una oreja, tullido y doblado.
El corazón me dio un vuelco en el pecho, no supe qué hacer, me quedé mirándolo alelada, inmóvil, deshecha yo también, por dentro. Flaqueé, no supe si hablarle, si preguntarle, si darme a conocer, no quise perturbarlo, o avergonzarlo o qué se yo.
Le puse los pesos que tenía sobre la única mano útil y no pude vencerme, le rasqué la cabeza. La levantó y la dirigió fija hacia mí, como si estuviese mirándome, y me sonrió tristemente. Luego la bajó y lo más rápido que le permitieron sus piernas tullidas se alejó de mi lado.
¡Lloré! ¡cómo lloré!, no pude dormir esa noche, no sabía cómo proceder, no quería avergonzarlo, no quería hacerlo recordar aún más.
De algo sí estaba segura: al día siguiente fui hasta la casa, golpeé la puerta, esperando ansiosa que la abriese la madre, ¡gracias a Dios lo hizo!, me miró, sonrió, hizo un gesto para besarme y yo... hice lo que tenía ganas de hacer desde hacía ocho años: ¡le pegué un tremendo cachetazo! y sin hablarle, me alejé.
Hoy he enviado un mail a las direcciones conocidas: “Chicos, “el Pulgui” nos necesita, comuníquenselo a todos, espero respuesta: Susana”.
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