Marranos
A la mañana siguiente de una buena fiesta, Ralph Cedeno abrió los ojos para encontrarse en una cama que no era la suya. Su primer pensamiento fue la conciencia de estar tendido en ella, y luego el recuerdo de los gemidos de placer de la mujer que dormía apaciblemente a su lado. Se sentía satisfecho consigo mismo, y sin embargo se encontraba intranquilo, desazonado. Constató, no sin cierta irritabilidad, que el único culpable de la situación en que se encontraba era él mismo. Al haber puesto pie en ese apartamento se había buscado el desasosiego que lo acompañaba esa mañana, y que últimamente también lo acompañaba después de cada conquista. Si sabía lo que sentía y sus causas, ¿por qué entonces salía a la conquista y se precipitaba sobre ellas como un halcón? Mientras buscaba la respuesta, examinó las paredes con cuadros de payasitos de mirada triste sonriendo o sollozando o tocando la mandolina, y le pareció que en todo ese entorno se obviaba la predecible telaraña que mujeres como la que yacía a su lado tendían para atrapar al “novio” de turno simplemente por haberlas hecho gozar una noche o dos, o incluso tres noches, si estaban de suerte. Detestaba la felicidad simplona e ingenua que se desprendía de las cortinas de encajes, del tocador con bordes dorados y de los ridículos payasitos. Lo peor de todo era que, muy a pesar suyo, se sentía llamado por ellos y por las mujeres que creaban ese tipo de ilusión, y esa era la razón de su desasosiego, punto de encuentro del querer y el no querer.
La posición del sol le indicó que todavía era temprano; la luz entraba en diagonal por la ventana e iluminaba las partículas que revoloteaban sobre el pelo de la mujer dormida. Las sábanas celestes, olorosas a limpio, subían y bajaban levemente al compás de su respiración pausada. Se llamaba Johana o Joan. En la fiesta él la había abordado con su habitual sutileza; habían charlado largamente, habían brindado con champaña. Se contaron un par de confidencias, se rieron de chistes que sólo ellos entendieron y al dar las doce, después de que él le susurró algo al oído, se marcharon al apartamento de la mujer, quien sucumbió a las caricias de Ralph tras un breve juego de resistencias.
Urgido por huir, por escapar del guante negro que le impedía respirar tranquilo, Ralph se levantó con excesiva cautela. Las sábanas rumorearon cuando la mujer cambió de posición. Ralph recogió la ropa que en el calor del encuentro había quedado regada por el cuarto, y salió de puntillas hacia la cocina. Una vez que se hubo vestido, revisó el contenido de los bolsillos del pantalón; en la distancia se escucharon siete repiques de campana. Estuvo a punto de dejar sobre la mesa una tarjeta con su número telefónico, pero cambió de parecer y se hizo un sándwich de jamón con queso.
Comiéndolo a grandes mordiscos pasó a la sala y se sentó en el sofá, bajo un póster de Rudolf Nureyev dando un tremendo y elegante salto. El sofá y la butaca de la sala dormitaban con el resto del departamento. De la mesa de centro agarró una tarjeta postal. El nombre de la mujer era Johanna, Johanna Barnes y la tarjeta se la había enviado una amiga que estaba de vacaciones en Sunny Florida. Empezó a leerla pero a las dos líneas perdió el interés y la devolvió a la mesa, dejándola en la misma posición que antes. Terminó el sándwich, se chupó los dedos y le dio un trago a uno de los vasos de gaseosa que se habían servido la noche anterior.
Rumbo a casa, Ralph decidió ir a comer algo más. La brisa matutina que entraba alborotada por la ventana del carro parecía limpiarle los pulmones y la conciencia, y por primera vez esa mañana logró sentirse en paz consigo mismo. Hizo una derecha con el carro y se dirigió al diner donde, en su opinión, servían el mejor desayuno de la ciudad. Y ahí trabajaba Carla, el bomboncito que se había comido tres o cuatro meses antes. Pensó que una repetición de ese platillo no le vendría nada mal.
El local estaba prácticamente vacío, con la excepción de dos hombres que llevaban puestas gorras de béisbol y charlaban mientras tomaban café en una mesa en el centro del comedor. Mientras buscaba a Carla, Ralph pasó directamente a ocupar su lugar usual, hacia la izquierda del mostrador. Junto a su puesto estaba sentado un hombre que usaba un sobretodo negro. Con la mirada perdida en el vacío, el hombre parecía tener la cabeza hundida entre los hombros. Cuando Ralph se sentó, ambos miraron vagamente el frigorífico de los pasteles y las latas de crema batida. Ralph miró al hombre y lo reconoció.
“Hola, Joaquín”, dijo.
Joaquín, sobresaltado por las palabras que parecieron salir de la nada, lo miró con ojos esquivos.
“¿Eh? ah?”
Al reconocer a Ralph, las manos de Joaquín se movieron como por voluntad propia y casi vuelcan la taza de café que sostenían. “¿Eh?” Miró hacia un lado y luego hacia otro y después hacia otro, hasta que por fin posó la mirada en Ralph y en aparente reconocimiento comenzó a tronar los dedos:
“Oh, oh, oh, oh”.
“Ralph”, dijo Ralph.
“Sí, sí”, dijo Joaquín. “De —eh —oh…”.
“Nicaragua”.
“No, no, no —Miami”.
“No, Joaquín: De Nicaragua”.
“Ah, sí, sí”, dijo Joaquín. “Sí, sí: Miami, la capital de Nicaragua”.
Ralph lo miró con cierto menosprecio. Agarró el menú que estaba entre el servilletero y la sal y la pimienta. Mientras lo leía, sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor, y los puso sobre el mostrador.
“¿Qué tal de trabajo, Joaquín?” preguntó Ralph, por preguntar.
“¿Trabajo?” Joaquín agarró la taza con ambas manos. “¿Trabajo?” Bajó la cabeza y buscó algo en el suelo. “En este momento no estoy trabajando. No es tiempo de cosecha. No señor, este año todavía no llegan los tomates. Ayer no hubo trabajo y hoy no hay. Mañana tampoco. Tal vez la semana que viene”.
La mesera llegó a tomar la orden de Ralph.
“¿Café?” preguntó mientras se limpiaba las manos en el delantal.
Ralph movió la cabeza afirmativamente. “¿Y Carla?” preguntó mientras Joaquín movía la cabeza en negativa y murmuraba algo para sí. “¿Carla no está?”
“La despidieron la semana pasada”, dijo la mesera secamente. Sacó un lápiz y una libreta del delantal. “¿Qué va a ordenar?”
Ralph cerró el menú y lo deslizó sobre el mostrador.
“Dos huevos overeasy”, dijo.
La mesera empezó a escribir. Era más joven que Carla, más bonita, y usaba anteojos. Era zurda, y eso le gustó a Ralph.
“¿Cómo te llamas?” le preguntó. Recogió el menú y empezó a jugar con él. Le dio vueltas, lo puso en posición vertical, lo puso en posición horizontal.
“Pero hace cinco años tuve un buen trabajo en un matadero”, dijo Joaquín sin que nadie le preguntara.
La mesera miró a Ralph con poco interés. Sus ojos eran color miel.
“¿Qué quiere con los huevos?” preguntó.
“Salchicha”.
“Ahí maté muchos marranos”, dijo Joaquín. “Aunque se dice ‘sacrificar’, no ‘matar’. Sacrifiqué muchos marranos”.
“¿Papas al horno o hash browns? preguntó la mesera.
“Y vacas también”.
“Hash browns”, dijo Ralph devolviendo el menú a su lugar original.
La mesera se caló los anteojos, se colocó el lápiz detrás de la oreja y fue a buscar la taza de café.
“Pero con las vacas se necesita ayuda porque son muy pesadas”, dijo Joaquín. “Uf, y cómo patean”.
“¿Ah, sí?” dijo Ralph, poco interesado en el tema.
“Sí. Y pesan un montón”.
La mesera regresó con el café. Puso la taza en el mostrador mientras Ralph encendía un cigarrillo.
“¿Cómo me dijiste que te llamabas?”, le preguntó.
"Joaquín", dijo Joaquín. "Qué memoria tan mala tienes, Ralph".
“No le dije”, contestó ella tajantemente y se marchó.
“Sí, sí. Hace cinco años trabajé de carnicero en un matadero”, siguió Joaquín. “Era el mejor empleado de todos”. Se miró las palmas y rió nerviosamente. Se las mostró a Ralph. “Mira estas manos, Ralph”, dijo. Los dedos eran gruesos y toscos, y las palmas estaban llenas de cicatrices y verdugones. “Era el mejor del changarro porque mis cuchillos eran los más afilados. No señor, nadie se metía conmigo”.
Ralph lo miró sin decir nada mientras se tomaba el café y fumaba. Con la mirada peinó el local. El periscopio se detuvo en la mesera, que estaba enfrascada en sus faenas e iba de un lugar a otro. Vio cómo sacó la lengua de la boca y se relamió lentamente los labios rojos cuando le entregó la orden al cocinero. Cuando se agachó para agarrar una barra de pan, vio cómo las nalgas se le convirtieron en un corazón invertido, frondoso, contra el que se recortaba el borde de los panties. Y por último, que fue lo más hermoso, vio cómo los pechos se le expandieron, alzaron y rempujaron hacia adelante cuando ella subió los brazos para arreglarse el pelo.
“Los marranos son fáciles de sacrificar”, continuó Joaquín. “Y también son baratos. Tengo un amigo que tiene un rancho de marranos. Sí, señor, mi amigo se especializa en marranos. Y los vende baratos”. Se inclinó hacia Ralph y dijo en voz baja: “De vez en cuando me llama para que le sacrifique uno o dos”. Su mirada de ojos verdes era serena, pero las manos se movían inquietas. “Entonces agarro la Greyhound a su rancho, escojo uno que tenga tres o cuatro meses y listo el rechicken”.
Ralph miró a Joaquín con detenimiento y como por primera vez notó su perfil maya, de estela de Copán, los dientes que sobresalían del labio superior. Se fijó en el sobretodo abotonado hasta el cuello y en las hojuelas blancas, casposas, que le espolvoreaban los hombros.
De pronto le llegó el aroma de salchicha friéndose.
Uno de los hombres sentados a la mesa del centro se levantó y caminó al mostrador, detrás del cual estaba la mesera limpiando botellas de salsa de tomate. Ralph vio que el hombre le pasó unos billetes. “Gracias, Dorothy”, dijo cordialmente, alzándose la gorra en un gesto rápido y tímido.
Dorothy agarró los billetes, los contó y sonrió.
“Gracias, Tony”, dijo. “Ten un buen día”.
“Y no les cuesta morirse”, dijo Joaquín. “Casi no chillan. Tienen la piel muy suave y de ella puedes sacar el mejor chicharrón del mundo”. Al decir esto se besó los dedos como un chef francés. “Sí, señor, el mejor chicharrón del mundo”.
“¿Qué pasó?” preguntó Ralph. “¿Por qué te fuiste del matadero?”
“Porque no había ganancia”, contestó Joaquín. “Y yo creo que porque no le caía bien al mayordomo. Él también era un marrano, pero de otro tipo. A los gringos como él no le caen bien los mexicanos. No señor, los mexicanos no les caemos tan bien que digamos”.
“¿Cuánto cuesta uno de esos marranos como los que matas?” preguntó Ralph por seguirle la corriente.
“Que sacrifico", corrigió Joaquín, alzando la mano con el dedo extendido para poner énfasis. “Diez, quince dólares, Ralph. No más de veinte dólares”.
Ralph aplastó el cigarrillo en el cenicero y no dijo nada.
“¿Quieres uno, Ralph? Le puedo preguntar a Mr. Bill —así se llama mi amigo— y tal vez no dé una rebajita. Mr. Bill me quiere mucho”.
Joaquín le dio un sorbo a su café. “Y yo lo sacrifico de gratis. Lo único que tienes que hacer es darme un poco de la carne. Es todo”.
La mesera llegó con el desayuno de Ralph. Puso el plato humeante frente a él y le dio los cubiertos envueltos en una servilleta.
“Gracias, Dorothy”, dijo Ralph mostrando su mejor sonrisa.
Dorothy se marchó sin decir nada.
“¿Qué te parece, Ralph?” preguntó Joaquín.
Ralph observó a Dorothy marcharse.
“¿Qué me parece qué?” preguntó mientras cortaba los huevos y dejaba que el jugo de las yemas se escurriera por debajo de la salchicha.
“Que tú compres un marranín y yo lo sacrifique”, dijo Joaquín, riendo nerviosamente. “Te digo que es lo más fácil del mundo. Lo amarramos y le metemos el cuchillo en el costado —aquí”, y se golpeó las costillas, justo debajo del corazón. “Y después ¡zas! —listo y servido. Fácil, fácil. ¿Qué dices?”
Ralph no dijo nada. Se metió varias veces el tenedor a la boca y masticó lentamente.
“Quién sabe”, contestó al cabo de un rato, con la boca llena.
“Piénsalo todo lo que quieras, Ralph”, dijo Joaquín. “Yo sé que es difícil decidirse. Desayuna tranquilo y después me dices. Sí, señor. Tenemos todo el tiempo del mundo porque no hay trabajo”. Se miró las uñas y se cercioró de que estaban limpias. “No, señor, hoy no hay trabajo. Y me parece que mañana tampoco”.
Ralph llamó a Dorothy. La miró acercarse; le gustaba cómo le quedaba el uniforme, ceñido de la cintura y amplio de las piernas, y cómo las caderas se movían bajo la tela blanca, almidonada.
Sonrió cuando ella se detuvo frente a él.
“Te olvidaste del pan, Dorothy”, dijo, satisfecho de haberla hecho caminar hacia él. Se limpió la boca con la servilleta.
“Si quieres me das tu número de teléfono, Ralph”, dijo Joaquín.
“¿Qué tipo de pan desea?”
“De trigo”.
Dorothy se marchó a preparar el pan.
“Te puedo llamar en dos o tres meses”, dijo Joaquín.
“Y mientras tanto, le puedo decir a Mr. Bill que nos aparte un marranillo, el más grandecito que tenga pero tampoco tan grande”.
Una pareja de viejos entró al restaurante y se sentó a una mesa al otro extremo del comedor. Dorothy agarró dos menús y se dirigió hacia ellos cargándolos bajo el brazo. Ralph la observó mientras comía. Ella sonrió y les dio la bienvenida. Intercambiaron unas palabras, ella puso los menús sobre la mesa y anotó algo en su libreta. A Ralph definitivamente le gustaba que escribiera con la zurda. La vio calarse los anteojos, ir a la cafetera, servir dos cafés, uno de ellos descafeinado, y regresar a la mesa a dejar las dos tazas. Después fue a la tostadora, untó mantequilla en el pan y se lo llevó a Ralph.
“Muchas gracias y mucho gusto, Dorothy”, dijo él mientras ella dejaba el pan junto al plato vacío. “Mi nombre es Ralph”.
“Ya lo sé”, dijo ella. “Carla me dijo la clase de hombre que es usted”.
“Tu nombre es Dorothy, ¿no?”
“Sí”, dijo ella. “¿Y qué?”
“Nada”, dijo Ralph. “Sólo quería saber cómo te llamabas. No le hagas caso a Carla, Dorothy. A veces habla mucho”.
“¿Desea algo más?” preguntó ella sacando la libreta.
“Te puedo llamar dentro de tres o cuatro meses, Ralph, ¿eh?” dijo Joaquín. “¿Eh? ¿Qué te parece?”
Ralph miró a Joaquín y después a Dorothy mirando a Joaquín.
“No. Es todo”, dijo.
Agarró un pedazo de pan y le dio un mordisco que se vio un poco fuera de lugar.
“El pan te quedó muy sabroso, Dorothy”, dijo.
Dorothy sumó la cuenta, arrancó una página de la libreta, la puso sobre el mostrador y recogió los platos sucios.
“Tenga un buen día”, dijo al alejarse.
“¿Te parece bien dentro de tres meses, Ralph? Para entonces tampoco voy a tener trabajo. Hoy no tengo trabajo, y no creo que para entonces vaya a tener uno. La cosa está difícil, Ralph, pero te puedo llamar dentro de tres meses”.
“Veremos”, dijo Ralph sacando un fajo de billetes. Separó un par de billetes, más que suficiente para pagar todo, y los dejó sobre la factura. Luego se terminó el café de un trago. Se pasó la mano por el pelo y agarró una servilleta. Se limpió la boca, y en un movimiento improvisado sacó una pluma del bolsillo de la camisa, escribió algo en la servilleta y la deslizó entre los billetes y la cuenta. Tal vez.
Le dio la mano a Joaquín y se marchó. La nevera de los pasteles se encendió y comenzó a ronronear.
“Yo te llamo, Ralph”, dijo Joaquín desde su asiento, sin voltear a verlo. “Sí, sí, yo te llamo”.
Esperó un momento y luego le pidió más café a Dorothy. Mientras ella iba a buscar la jarra, él agarró la servilleta, la dobló en dos y se la metió en el bolsillo del sobretodo.
“Sí, sí. Yo te llamo”, dijo.
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