Su cuerpo se asomaba entre el verde de las matas, como un suave declive bañado por la sangre. A su alrededor nada señalaba el origen de esa muerte. Me detuve frente a ella, murmurando algunas de sus frases predilectas; soñando bajo el pesado sol de octubre que afeaba la silueta esbelta, recorriendo cada uno de los tramos sin deteriorar. La magia de su piel aún se hacía eco de aquélla risa pasajera, ahora internada en alborotadas ramas y lánguidos arbustos, ajenos a su vida. Sobre la hierba, el frío de la muerte al fin albergaba su morada de silencios, como un lento suplicio que trepaba hacia su rostro. Ni siquiera pude volver a mirarla, mientras en un soplo de brisas, ascendía fugaz y paralela, a su mirada quieta...

Ana Cecilia. ©