Algo en Carlos se estaba poniendo cada noche cada vez más loco: era el asfalto que hacía las veces de piel en la gente y los cables que hacían las veces de venas; era el terror que le producía mirar con sus ojos, soñar.

Soñó una bomba y la bomba explotó. Soñó otra bomba y otra bomba explotó, luego no soñó más bombas pero escuchaba el alarido insectívoro del sonar de su despertador que lo arrancaba

La voz que le salía sola de la boca, el garabato de la palabra escrita, las figuras que se formaban y cambiaban en las nubes como a manera de evolución, así mismo como en la azulada textura del Ávila en los días normales de contaminación.

El terror de sentirse habitado por un cuerpo más poderoso que el suyo, en la espera o en el sadismo.

Esa manera de caminar como flotando, como un sonámbulo que se está contando a sí mismo completamente despierto y dormido al mismo tiempo porque no puede hacer nada contra su despertar, contra despertarse de estar despierto.

Carlos: Carlitos, siempre Carlitos: otro blanco más desechable porque la vida lo alcanzó en lejanas tierras colonizadas de su origen.

La Pena de un enamorado de una fiesta que se descubre arrocero.

La Desolación del chico intachable que a medida que crece se descubre impostor. Inútil toda maldición hacia atrás. Inútil toda maldición hacia adelante.

Sólo entre todos, buscando ciego a la Ceguera.