Fue una cosa de instinto. Nada de pensar que pasaría ni cómo llegaríamos. Cuando niño la conversación de mis amigos era que edad tendríamos para el año 2000 y como lo pasaríamos. Igor decía que tendría 19 y lo pasaría como cualquier año, el Negro Javier que lo vería venir desde su ventana en el tercer piso, que miraría los fuegos artificiales cubrir el mundo, Francisca lo pasaría con sus papás y con sus amigos en el pasaje donde vivían los chiquillos y donde llegaba yo a jugar. Pero todos coincidíamos que era una fecha lejana y que faltaba mucho para ello, yo con ese pensamiento común nunca lo reflexioné mas allá de la edad que tendría ese año, total tiempo había para pensarlo.
Pero en 1999 no pensé. Resulta que con un amigo decidimos reventarnos el año nuevo celebrando con todo, total pocos celebran un cambio de milenio. Nos conseguimos un auto y después de dar abrazos beber champaña nos juntamos a bebernos la noche milenaria.
Año 2000, 19 años de edad, con automóvil toda al noche. El mundo está a tus pies. Pero en el aire había otra cosa, las tan prometidas celebraciones de fin de milenio ý siglo (que técnicamente fue sólo cambio de milenio, ya que el siglo 21 comenzó el año 2001)no aparecían. Al llegar a Ñuñoa sólo veía montoneras de gente bailando ebrios y con cara no de estar alegres, sino que de compromiso. Como si los hubieran obligado a ir. En eso estuvimos una media hora cuando decidimos ir más al oriente. Las Condes no falla nunca.
Pero a medida que avanzábamos sólo nos encontrábamos con desvíos de tránsito. La ciudad estaba sobreprotegida esperando lo peor no lo mejor. Carabineros por cualquier lado, señales que nos mandaban a dar vueltas en círculos, tal vez para espantar a la gente que no era de ese lado. Sólo si dices la contraseña entras a nuestro Santiago.
Ya la cosa empezaba a desesperarnos, llevábamos 4 horas de este milenio y nada pasaba. A la vida no le falta ironía.
Decidimos regresar ya que no queríamos perder más tiempo dando vueltas, cuando vemos una rareza del tránsito, seis calles convergían en un mismo punto. No había señales de aquello, pero la velocidad que llevaba me impidió detenerme sólo traté de reducir la velocidad. Andrés me dijo que parara, pero donde me detengo le grité. Nada te decía donde parar, sólo cerré los ojos y seguí recto, esperando un impacto de cualquier lado.
Cosas del destino. No sucedió nada, por suerte, que pudiéramos contar exaltados. Nunca imaginé que algo así hubiera en Santiago, una convergencia de calles que no lleva a ningún lado. Cuando logramos atravesar esa rareza vial, sólo proferimos insultos al imbécil que diseño ese error, pero por mi parte lo encontré excitante, al saber que la adrenalina te subía como la lava de un volcán dormido por años.
Al llegar a casa y volver a la rutina de alcohol clásica de fin de año, recién entendí que nuestra vidas pendieron de un suspiro de freno, de una reacción de auto. De un pestañeo de Dios, del 2000.
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