Siempre viaja solo, se disfraza con diferentes atuendos y camina con pasos ausentes un poco cortos y por momentos alargados, los cortos algo cansados y los alargados nerviosos y acelerados, todos fuera de este mundano terreno. Cuando alguien se atraviesa e interrumpe su andar; él se presenta gustoso, entrega su tarjeta y prosigue su camino hacía el llamado de la tarde. En los lapsos de tiempo sueltos por el día, enciende un cigarro y viaja entre las calles desoladas, antiguas, místicas y tempranas, se sienta en las bancas de parques insulsos y mira como van y vienen las almas que se llevan un pedazo de él al mirarle.
Los únicos que hacen mella son los ausentes, borrachos, ancianos, prostitutas, indigentes y uno que otro inválido que cegó la mirada para ignorarlo. Posa bajo los arcos de las iglesias, come en los mercados, se sirve un pozole y limpia sus labios cual delicado autor de poemas o lujurioso escritor nocturno. Con el pasaporte que anda bajo la solapa de su saco color hermoso, toma el avión en las montañas, sube a los camiones y desembarca en puertos diáfanos.
Su historia larga y territorial, comienza cuando no sé quién lo encontró tiritando bajo el portón de su corazón y le dio la vida. Él era de cuerpo diminuto, delicado, frío y algo frágil, con el andar del tiempo creció entre sonrisas, caricias, pasiones y rencores, no tenía nombre, hasta que lo bautizaron. Desde ese momento su nombre se enmarco en la memoria de quienes lo conocieron.
Él aprendió a caminar y a penetrar los corazones de parroquianos y especies vagas, sus maestros le enseñaron el sutil arte de querer, sentir, entregarse, también aprendió a mentir e ignorar y falsear con las palabras y sentimientos. El engaño lo cultivo naturalmente, como quién aprende a silbar, aprendió a alejarse y dar la espalda cuando más se le necesita, él creció así. Y las personas que lo conocen no lo dejan morir, lo llevan todo el tiempo en sus corazones. Es por eso que él ya es inmortal y vive y vivirá por siempre, aunque guarde en los bolsillos más de cien años y en costales otros tantos.
Tú, ella y todos los demás confiamos en el cuando lo conocemos y nos entregamos, nos guía y vigila nuestras palabras, movimientos, gestos y maldades. Se sienta cara a cara con nosotros, se quita el reloj, lo pende de un clavo y se olvida del tiempo; si se harta se levanta, nos mira misericordiosamente, no pronuncia palabra alguna y se marcha silencioso por los callejones aislados, junto a los destellos de la luna, quedamos con los ojos cristalizados y perdidos frente al espejo, pasmados, “-Un por qué, más otro y otro igual multiplicados por las palabra que salen en cada abrir y cerrar de boca-”.
Peor, lo conocemos con su imagen cariñosa alegre, su mirada nos penetra y cautiva el más vil de los sentimientos; mueve la cola, sacude las orejas, lame las manos para robarnos poco a poco el corazón en bandejas adornadas por el engaño. Lo paseamos, primero por las noches, seguimos con las mañanas hasta acabar llenando todas las horas del día junto a él. Nos sigue por las calles, ahíto de esta mentira, se aprende los nombres y reconoce todos nuestros movimientos, identifica los sentimientos: el cariño, la ira e ilusiones vanas, y demás fantasías moribundas. Duerme contigo, te abraza y llega a lo más alto de tu mundo terrenal. Aprende a tomar las armas para virarse y amarrar nuestras manos y moderno sin importarle el dolor marcado por sus colmillos y mostrar la risa amorosa que le enseñamos.
Te mata con ráfagas de palabras, con ladridos que taladran los oídos para dejarte inerte como él solo sabe y nadie más lo ha hecho. Él es así, a toda hora, en cada lugar, cuando cae la tarde, cuando muere el alba, cuando te has ido, él es así con disfraz y pasaporte en mano. Él es un perro infernal de nombre singular, él, el amor es un perro infernal que te busca en cada rincón, de esquina a esquina, por entre las nubes y en lo profundo de tu corazón, él, es así.
Pij.
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