Abrí la puerta con un sigilo de ladrón experto, cuidando no llamar la atención, pero la puerta soltó un delator crujido de película de terror que aumentaba entre más despacio la abría y fue inevitable que todos, sin excepción, desde su silla voltearan hacia mí.
-¿Que hubo hermano? – susurró el único rostro conocido – siéntese aquí ¡mire!
Caminé aguantando la respiración pero el piso de madera seguía delatándome, los pasos retumbaban en aquel salón en donde sólo se escuchaba el leve tracateo de los teclados después de las órdenes: “…escriban el nombre de su proyecto, menú Archivo-Guardar Como…”
-¿Usted qué?, primer día y llega tarde – musitó de nuevo la única persona que reconocía cuando por fin me senté – préndalo, ¡rápido!
Cuando me senté pude respirar y me incorporé. Miré a mi compañero y recordé quién era. Hacía dos semanas atrás, en el último día de la semana de inducción para ‘primíparos’ estuvimos tomando canelazo, una increíble bebida de tierra fría con la que entramos en confianza, amparados en el infalible poder socializador del licor. Pensándolo bien, el canelazo y sus efectos, es una manera eficaz de generar amistades, que en ese momento más que amistades, son pactos para hacer contra al terrible despiste que se vive.
De más está decir que me sentía en otro planeta, el paso de un pueblo de afables modos caribes a una nevera de millones de almas desconocidas está ya lo suficientemente documentado. Es la misma locura, pero en locos muy distintos.
Mi compañero me miraba extrañado y seguía instándome, le correspondí con un falso gesto de asentimiento y seguí concentrado tratando de coger el hilo de la oscura jeringonza en la que se dictaba. Era inútil. Casi por inercia saqué de la mochila un librito ajetreado en cuya portada amarilla se podía leer “MS-DOS” y lo coloqué en la mesa junto a la pantalla sin vida que tenía en frente. Las ordenes seguían “…copien la secuencia y la corren, menú Herramientas-opciones…”, el posterior tracateo de los teclados y la insistencia de mi compañero me replegaban el corazón, estaba horrorizado, a cinco grados centígrados comencé a sudar, pero ni la transpiración era la misma de mi natal sofocación, sentía picaduras de hormigas en vez de gotas de sudor y esa sensación me disminuyó más, aumentó mi angustia.
Después que hizo lo suyo mi compañero con un ligero golpeteo sobre la mesa y una pregunta manual que luego comprobé en su entrecejo me llamó la atención de nuevo, pero no me reponía. Lo miré más perplejo que antes, miré al frente y en ese momento empeoró la situación. “… ahora voy puesto por puesto, a revisar lo que han hecho…” sentenció el maestro de esa orquesta de pantallas, teclados y ratones, tan ajena a mi.
El contraste me llevó al símil: el entusiasmo y la diligencia de los asistentes armonizaba con el colorido de aquellas pantallas mágicas, y mi turbación combinaba con esa pantalla inerte que tenía al frente.
-¿Escuchó? ¡préndalo! – señaló mi compañero - ¿qué le pasa hermano?, está sudando.
- Nada – fui mi primer susurro – no me pasa nada compadre.
El susto llegó a su limite y un viento animal me animó, no soportaba más, cuanto antes tenía que salir del dilema de esa pantalla inerte frente a mí: abrí el librito ajetreado en cuya portada amarilla se podía leer “MS-DOS” que le robé a un tío antes de ir a la capital, con la firme disposición providencial de encontrar en sus paginas de papel periódico alguna coincidencia con aquellos instrumentos de tan incomprensible orquesta, la fastuosa y atemorizante orquesta informática de la que era miembro sin entender su música. Nervioso hojeaba y hojeaba con premura, buscando alguna orientación grafica que me permitiera descifrar aquel lenguaje impenetrable y así, de una vez por todas, lograr lo que el desconocimiento y la desazón aumentaban, para mi desgracia, a proporciones infinitamente titánicas: poner a funcionar esa cosa que hasta el momento solo veía en la televisión. |