“La insolencia caracteriza a todos los hombres en posición de dominar; hasta las personas asignadas a ese lugar por sólo un año se vuelven insolentes”.
Baruch Spinoza
Érase una vez, en los tiempos adámicos, un bello país. Hombres y mujeres casi cristalinos cultivaban maíz, papas y café. Los animales pastaban libres por las amplias praderas.
Poseían un gobierno peculiar: elegían a sus monarcas, senadores, jueces, gobernantes de las ciudades y jefes de las aldeas. Cada cual en su rol. Las decisiones importantes y todas aquellas que afectaban, de algún modo u otro, a los habitantes debían ser consultadas. ¡Todas! El control del poder era muy riguroso por parte de esos extraños ciudadanos.
A pesar de ser un pueblo joven, casi niño, habían construido una morada humana libre.
Trabajaban durante el día en multiplicidad de tareas y al atardecer cantaban en las plazas y campos dominados por fantásticos sueños y proyectos. El canto se metía en quebradas, montañas, ríos, y en cascadas corría por las llanuras.
Los rostros de mujeres, hombres y niños eran amigables y las manos de forma rápida se extendían formando un bello entretejido.
Una noche algo extraño, muy extraño, sucedió en el país. Tal vez en todo el planeta. No se sabe.
Sobrevino un viento huracanado, rojizo, y enflaqueció la vida de forma inaudita, en particular la de los seres humanos.
A la mañana siguiente los habitantes se desconocieron y se miraron de reojo llenos de temor.
Cada uno comenzó a acumular para sí –los demás no interesan; son otros-. Ingresó el miedo.
En esa época dirigía el país un Emperador. Se acomodó rápido a las circunstancias mientras se relamía de gusto los bigotes.. Hizo de todas las estructuras del gobierno una subasta pública al mejor postor. Pero pronto murió indigestado por una brutal megalomanía. Por sucesión le correspondió a su hija asumir el poder hasta cumplir el temporal mandato: una bella mujer de cabellos negros. Emperatriz.+
No era inteligente pero poseía una astucia endiablada.
Fue simple lo que hizo: concentró todos los poderes e impuso el discurso único. Para tal acción tenía un arma que no fallaba: la corrupción estructural. Nó el robo, sino algo infinitamente peor: la corrupción. La Emperatriz era lider en perseguir el robo, pero con astucia manejaba el arma innombrable.
Lo logró con facilidad. Mientras tanto mantuvo el voto popular. Solo el voto pero ni un tranco más. Para tales acontecimientos regalos y más regalos; muchos hombres y mujeres eran tratados como mercancía.
Los habitantes, grises y flacos, caminaban como mecanos dominados por el terror.
Una noche un poeta salió de su escondrijo montés y gritó:
Canta el corazón
Para la liberación.
El Poder que destruye
Es ilegítimo y cruel.
Se quema como el laurel
Y regresa puro
A la gente.
Liberación...
Liberación...
Y aquí la historia se pierde en la noche arcana de los tiempos. Algunos dicen que la revuelta recorrió el país y la Emperatriz fue ahorcada en la plaza pública. Otros, que huyó y se convirtió en ciudadana de un país lejano. Pero no se sabe a ciencia cierta qué sucedió.
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