Era la noche que se alejaba del día y del cuerpo rodando entre sueños escapados y duendes de matorrales que danzaban entre las sombras del claro de la Luna y se alejaba acariciando caminos dibujados por las rugosidades de los árboles que de vez en cuando no accidentalmente dejaban escapar rumores de caricias entre las hojas mismas. Era el eco del tambor africano que atravesaba radios de Tierra que hacía iluminarse a lo verdse con su recuerdo. Los insectos afanosamente recogen, viven de recoger, viven recogiendo y llevándole todo en el momento en que son pisados por un pie o envenenados por otro insecto o tragados por un ave en rápido vuelo.
Es la Tierra que sabe y digesta que calla y ofrece que sabe y digesta ofreciendo oportunidades a todos, madre, que calla y digesta.
Es el tiempo del espanto, padre, que todo lo mueve, que conoce a los hombres y valora sus sueños porque los sueños son seres que se escapan de los hombres y él está con los seres y no está con los hombres aunque los observa prestando sus ojos y no los valora porque son de la Tierra, su esposa.
Es el hermano que canta a lo lejos detrás del Sol del ocaso que prepara a la Tierra e invoca al espanto, el indio.
Y es el silencio que acaricia con sus garras estremecedoras separando a seres y a hombres, el silencio, amiga del pánico, que actúa en los hombres en lo más profundo del sueño.
Son ellos que caminan por la calle, de noche, en los momentos en que no hay nadie, esos son el recuerdo; el recuerdo de los seres que recuerdan que aún son hombres, tristes todos y harapientos, encadenados, sólo el olvido los libera: les dice que no tienen porqué ser hombres, y los libera, sí, los libera, y vuelan a las nubes y entonces muere alguien.