Ocurrió una vez, un tiempo en el que el Sol salía cada día, no brillaba demasiado, no iluminaba en la sombra, pero daba calor. La luna por aquel entonces, siempre acompañada de numerosas estrellas, se encontraba distraida dejando la noche pasar. Pero como siempre pasa, el Sol se cansó del día y buscó la noche, se sentía solo y quería probar. La luna, cansada de estrellas y astros sin nombre, no se pudo negar. Aquella misma noche, el primer eclipse ocurrió, quizás no lo pensaron, quizás se precipitaron, pero pasó. Fue entonces, cuando el Sol brillaba con más fuerza y con más luz que nunca, salía por el día y a ninguna nube dejaba pasar. Al llegar la noche, buscaba la luna y se sumergían en el cielo más claro y oscuro, matando el tiempo sin más. Todo estaba bien. Pero pronto, el Sol, notó que la Luna se estaba apagando, aquella luminosidad que la caracterizaba, estaba desapareciendo, desvaneciendo. La Luna no se sentía bien, no quería salir a pasear y el Sol pensó que sus rayos la habían consumido, que el culpable había sido él. Poco más tarde, se dió cuenta del lado más oscuro de la Luna. Ella, con su arrogancia y su malestar, tan sólo queria volver a noctambular e hizo voluntaria o involuntariamente que el Sol se apagara cada día un poquito más. La Luna volvió a jugar con las estrellas, siempre fugaces y jamás encontró un planeta que brillará igual. Los astros también la acompañaban, pero el cielo se quebró sin másl. Hoy por hoy, la Luna, cansada de la noche, espera el amanecer llegar, sólo un rayo dice, sólo un rayo y pese a ello, siempre se encuentra la misma nube y se pregunta, porque la dejó pasar.