NATALIA
Natalia se detuvo ante la puerta del billar y esperó a que un muchacho pasara cerca.
-Oye -le dijo-, ¿No te quieres meter a ver si está mi hermano? Es uno de playera roja, muy moreno, chaparro. Dile que le hablo, ¿no?
El muchacho entró y, después de un momento, salió con el hermano de Natalia, que llevaba el taco en la mano.
-¿Qué pasó, no ha venido? -le preguntó ella ansiosamente.
Su hermano hizo un gesto con los labios y moviendo la cabeza.
-Quién sabe si venga -y volvió a meterse.
Natalia se recargó en la pared y levantó los ojos, como pidiendo ayuda a las ventanas altas de la casa de en frente. El sol la lastimó y ella no tuvo fuerzas para sostenerse en lo alto; su mirada cayó hasta el suelo como una moneda sin música.
"No llega", pensó después de casi tres horas de estar ahí. El sol de otoño, sin calentarla, le picaba en los brazos desnudos. Descansó una mano sobre el vientre de cinco meses de preñez. Si no fuera por eso, apostada ahí como estaba, parecería una puta. "Rafael..." Las horas seguían transcurriendo y él no llegaba. Natalia tenía mucha hambre y le dolía la cintura. Era adolescente, fea como su hermano. Hasta ahí oía las voces de los hombres en el billar, confusas; el rumor de la televisión que tenían para ver el futbol, el chocar incesante de las bolas.
Su hermano salió a asomarse y le dijo:
-Ya vete pa la casa. Rafael no va a venir. Ya no viene.
Pero Natalia siguió ahí, esperando, esperando. Sólo al crepúsculo decidió irse. Mañana volvería. Quiso hablarle a su hermano y dejarle algún recado para Rafael, pero no pasaba nadie y no quiso esperar más.
Adentro todos los hombres, incluso Rafael, despreciaban a su hermano. |