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Un Quijote de otra tierra.

Creo que hemos sido muchos los Quijotes. Tantos, como Mancos de Lepanto hubieran existido para narrarnos. Tu, que me lees ahora, ¿no has sentido alguna vez entre las piernas el lomo de Rocinante?; ¿y no te has sorprendido emprendiéndola a dentelladas contra los molinos de tu tiempo?. Seguro verdad. Por eso quiero aventurarme a ser a la vez Quijote y Don Miguel. Pero... ¿qué haz entendido?. No, hombre para nada. Si es que me muero de admiración y respeto por aquel cinco dedos, que ahora mismo siendo polvo de cementerio, sigue arrancándonos reflexivas carcajadas. Además, será como un homenaje, porque creo que le hubiera encantado escribir mi cuento:
La seguridad social de mi país me asignó una pensión de por vida de ciento setenta y cinco pesos mensuales. Dijeron que me aseguraría una vejez digna después de haber pasado veinticinco años sirviendo como oficial del ejercito. Hablando castellano ese dinero representa unos cinco punto ochenta y tres euros, que en la práctica sirven para comprar: un litro de leche, cuatro jabones de baño y una camiseta de las malas; ó nueve maquinillas desechables de afeitar, dos hamburguesas y una crema helada; ó una botella de Ron Habana-Club y un paquete de perros calientes.
Entonces me di cuenta que a punto de finalizar mi vuelta cincuenta y cinco alrededor del Sol, estaba ante una disyuntiva: o me afeitaba o me emborrachaba o pasaba hambre en las calles de la Habana hasta que vinieran a buscarme con la guadaña para que se acabaran mis descontentos. Como no me gustaron para nada las expectativas tomé lanza, escudo y yelmo y me propuse ir a España sin Rocinante, sin Sancho y sin nada.
Azoré el penco con unos ahorros que tenía y compre un ordenador. Conseguí una línea negra de Internet y le escribí a más de doscientas personas, tratando de encontrar una mujer que se casara conmigo y obtener así un permiso del Gobierno para irme a La Mancha. Pero Quijote no es embustero ni falso, ni quería huir de sus desgracias jugando con sentimientos ajenos. Así que me propuse chiflar y sacar la lengua: enamorarme y hacer cuentas.
Un buen Día me respondió una tal Dulcinea del Tobozo, mujer inteligente y necesitada de afectos, con palabras propias y sueños. Si se tiene en cuenta que en un mensaje de correo electrónico medio se escriben ciento cincuenta oraciones, se podrá entender que en tres meses hablamos del vuelo de las garzas, el frío en Los Pirineos entrado el mes de Mayo, el estremecimientos de una caricia en el cuello y el número de zapatos que calzaba el bisabuelo. Poco a poco los temas se fueron desenlazando y un día nos sorprendimos escribiendo de las ganas que teníamos de cerrar una bendita puerta y quedarnos encuero. Así que Dulcinea no aguantó más y fue a ver si su Quijote era de carne y huesos o un invento de Bill Gate para ilusionar mujeres. Hasta que por fin nos vimos. Fueron días de espantar caballos y soltar tojositas en El Valle de Viñales, al occidente de la Isla. Horas con minutos y todo para meter en el juego los sentidos y a la imaginación darle vacaciones. Olor de sudores compartidos, sabor de sal en la bifurcación del camino, aleteo de miradas y el tono de las voces con esa sonoridad de las carcajadas que dan los enamoramientos. Y cuando llegó la hora de los compromisos, porque Quijote soy todo un caballero, le pusimos un segundo plazo a la locura en el salón del aeropuerto con fecha de boda y lagrimas de las buenas. Como si de entonces en adelante los meses ya no siguieran siendo de treinta días sino de horas interminables, adivinando detrás de un monitor los ojos del otro y un azul diferente empapando los potreros.
Y los granos de arena del reloj siguieron haciéndose una pilita de sueños hasta que el chirrido de los cascos de un avión hizo de nuevo el conjuro. Quiso Dulcinea esta vez ponerle un sello a su decisión y se hizo acompañar por un mozalbete blancuzco y bonachón que doce años atrás le había dejado en el vientre uno de sus amores imposibles. Para que todos supieran que era mujer digna de caballero.
Ella de novia blanca ante el notario por primera vez en su vida y yo de caballero andante, como es mi abolengo y hubo fiesta de amigos y mezcla de alegrías y tristezas. Y es que enternece ver a dos envueltos en ese papel de regalo, tan efímero como el tiempo de una ardilla inmóvil en una rama.
Y otra vez las calles bombardeadas de miseria de la Habana, nos vieron pasar en Rocinante alquilado en el mercado subterráneo, de fabricación rusa, para que costara menos, retando esas noches que no amanecen jamás. Como si no hubiera cosa más segura en el mundo que la palabra siempre, ni más absurda que no se puede. Dejando las plazas vacías cada vez que nos mirábamos, fabricando mundos de jabolina como los niños sin la contaminación de las preocupaciones. Hasta que tocaron las doce campanadas y la barriga de un dinosaurio se tragó a Dulcinea con su hijo y todo una noche de aeropuertos.
Entonces empezó una singular batalla de Quijote contra un caballero tenebroso de la tabla redonda habanera, llamado burocratismo. No aparece el papel adecuado para hacer un pasaporte; cada día hay mil desesperados queriendo ver al Cónsul español, peor que a Sancho en la Isla Barataria. Es requisito indispensable para pertenecer a las autoridades migratorias ser sordo de cañón para no entender razones de nadie.
Mientras, Dulcinea sufre embates de otros aliados: dice Desconfianza que todavía estás a tiempo, que Quijote es un viejo. ¡Y tú tan joven y guapa, que poco te quieres!. Al otro lado del mundo también alumbran las dudas y la soledad impera.
Así que una tarde que regresaba maltrecho y adolorado de mis batallas encontré un mensaje en el ordenador con dos palabras: no vengas. Y me quedé tan tieso como la lanza, sin resuello ni verbo. Esa noche la pasé con los ojos encaramados y las entendederas embotadas por el miedo. Cuando el Sol salió creí que era un milagro, pero a esas alturas ya tenía otra estrategia. Le escribí un largo pergamino a mi amada donde lejos de maldecirla la mimaba. Y al final como para juzgar está Dios, le dije que la compadecía porque se había dejado vencer por los miedos. Los Hidalgos sabemos que es el enemigo más peligroso que tienen las cosas buenas. Y a partir de ese momento supe que la lucha arreciaba.
Así fue como llegué compuesto de Caballero Andante a la tierra de mi bisabuelo, estremecido por la brisa de un abril desconocido, mucho más frío que a los que estoy acostumbrado en el clima y los ojos de la gente, sin saber donde guarecerme de la próxima madrugada, sin escudero, ni dama. Un abril que parece haberse olvidado de los viejos porque quien ande por estos lares con el pellejo arrugado sabe que el marketing ha dictado una sentencia: siéntese en sillón de mimbre o en el suelo a esperar la partida. Si logró guardar en el granero algo de trigo y cebada, comerá pan. En dos días supe que los empresarios a Dios le llaman Euro, y que hay pocos que miran las palomas. Por supuesto que también he encontrado amigos. Vamos, que nadie ha visto jamás una moneda con una sola cara. Tan altruistas que te sorprenden una mañana ofreciéndote las lechugas de su huerta, o dándote la oportunidad sin par de que los quieras,
Así que como nadie me estaba esperando me di la bienvenida con redoblantes y todo. Solo Don Miguel iba a mi vera sujetando el cuaderno con su miembro mutilado y haciendo garabatos. Él y yo sabemos cual es el premio de ganarle batallas al viento. Nos damos cuenta que donde quiera que llegue un Caballero habrá molinos esperando y Dulcineas para alzar el vuelo.
Fin





Texto agregado el 03-11-2005, y leído por 144 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-11-2005 Excelente! Formidable manejo del idioma y un estilo impecable. La soledad es ausencia de estímulos, pero cómo duele, no es cierto? Me solidarizo con tu sentir. Felicitaciones. Todas mis estrellas. zepol
 
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