No era para menos la reacción de Estefanía al escuchar la noticia. La tercera noticia de un día inolvidable y de una sensación inevitable. ¡Despedida! Sí licenciada Estefanía, gracias por sus servicios pero ya no la necesitamos.
Así terminaba el día que había comenzado con la noticia de la expulsión de su hijo del liceo y la advertencia de la dueña del local de desalojarla.
Yo, por casualidad fui testigo desde el principio, y entré en acción.
La envié al bar de Eligio donde yo acudía casi a diario, pero ella rechazo la oferta. Le ofrecí algo de blanco y me miro hasta sorprendida, pero su inicial actitud no cambiaba. Era raro verle ese semblante donde uno acostumbraba divisar brillo y resplandor. Era extraño que marchara a mi lado.
Ni siquiera quiso comer, lo que era mi alimentación diaria. Nada de lo que ofrecía la calle la animaba. Ella cruzo el viaducto corriendo, mientras yo miraba atónito aquel atractivo río que fluía allá abajo. Me sentí impotente porque no sabía que hacer cuando gemía la menuda frase: ¡me quiero morir! Así decía mientras caminábamos, pero en veces creía que ella sentía que andaba sola. Le había escuchado muchas cosas, obviamente teñidas de tragedia, pero lo que más repetía era esa frase: ¡me quiero morir! ¡Me quiero morir! La repetía incesantemente a la vez que transitábamos y donde yo observaba como esquivaba los autos con suma agilidad, así como andar alejada de cualquier peligro, repitiendo la frasecita. Y yo con esa ganas de acabar con todo, pero ella no me hacía caso, a pesar de todas las razones tentadoras de ese día.