EL ASOMBRO DE UNA NIÑITA
(Cuento Infantil)
Miro por la ventana y los veo. Son pequeñitos, antiguos y vestidos de negro. Me sorprendo demasiado y llamo a mi madre, pero ella no me hace caso. Sólo me dice: ¡Por Dios, todavía con pijama, vamos que se tiene que bañar, salga de la ventana! Con esa suavidad algodonezca que tienen las madres toma mi mano y, sin entender mi sorpresa, me lleva hasta el baño. Allí está todo sucio y desordenado. No está la taza, la sacaron porque se echó a perder y lo más seguro es que la cambien por una nueva. Aún así, tengo que bañarme. Ellos ahora están correteando encima de la lavadora. Pequeñitos y antiguos. Sigo sin entender por qué mi madre no los ve. El intenso correr del agua me avisa que debo desnudarme y la verdad no quiero hacerlo. Me pesan los brazos y por más que intento sacarme la ropa no puedo, porque mis ojos se concentran en un charquito que se forma en un rincón de la tina y... ¡ahí están de nuevo, nadando! Ríen a carcajadas y me miran agradecidos. De todos modos igual mi madre me baña. El jabón y el shampoo me atacan y después que el agua fresca logra despertarme por completo, ella me seca, peina mis trenzas y me pone mi vestido rosado de broderie. ¡Tiene que estar linda, porque vamos a ir a ver a su abuelita!, dice contenta. Salimos de la casa bajo el cielo sereno de la mañana, con una que otra nube vergonzosa queriendo acercarse a saludar al sol generoso. Caminamos por las veredas limpias y regadas. Las casas también han despertado y aunque, no creo que tengan abuelitas a quien visitar, lucen bonitas igual que yo. Hay olor a tierra mojada, mezcla de pasto y greda. Olor a verano. Arboles llenos de vida mueven sus flecos cortilargos como siguiendo el ritmo de una canción lenta, que nace en las notas musicales de algún viento que quiso ser huracán, pero que se calmó hasta convertirse en una caricia risueña para la piel. Llegamos a la casa de la abuela. Fachada inmensa pintada de azul. Fortaleza de ladrillo, pero que abre su puerta chica para que entremos, caminando a través de una galería larga y vidriosa. Ellos, pequeñitos y antiguos, corren delante de nosotras. Parece que quieren saludar a la abuela antes que yo. Le insisto a mi madre para que los mire y no hay caso. Creo que está corta de vista. A mi abuela la disculpo, porque sus casi cien años de pensamientos, dolores y alegrías la han dejado ciega. Ahora está en una cama de bronce, cubierta con sábanas bordadas y apoya su cabeza gris en almohadones con angelitos tejidos. Su habitación es oscura y sin ventana, lo que la hace fantasmal. Se alegra al sentirnos llegar, sonríe con inocencia de caramelo. Ha perdido la lógica, porque mezcla sus tiempos en un jarro de frases sueltas. Es que a su cerebro se lo comieron los años. Como puede toca mi cara y mis trenzas. La siento débil y lejana, pero muy tierna. Saca del velador un chocolate y me lo regala. No se da cuenta, pero sin querer tocó a dos de ellos que están sentados sobre el despertador. Los otros están bailando un tango de Gardel, que suena triste en una radio vieja. El lleva un sombrerito al ojo y ella una faldita ajustada. Mi abuela sigue navegando en su vejez hasta caer en un sueño tan profundo como el cansancio que debe sentir una persona tan arrugada como ella. Nosotras regresamos a la casa por el mismo camino por el que vinimos. Ahora el sol está más rey que nunca. La piel blanca de mi madre se vuelve rosada y húmeda. Se queja del calor que hace y promete comprar helados en el negocio de la esquina. Ellos de nuevo corren delante de nosotras. Me doy cuenta que también sienten calor, porque llevan abanicos en sus manos. Son tan pequeñitos y antiguos, pero se parecen a nosotros. De más está decir que vuelvo a insistirle a mi madre que los vea y ¡oh milagro!, mira la vereda y dice: ¡Ay hijita, no veo nada, pero deben haber sido lauchitas... es que este barrio es de puras casas de adobe! Es lo único que dice y me entrega un helado de vainilla. Un poco de crema cae sobre la cabeza de uno de ellos. Los otros se ríen y le dicen algo que no alcanzo a escuchar. Yo me quedo callada, porque no saco nada con insistir. Tengo claro que no son ratones. Cuando llego a la casa duermo un ratito hasta el almuerzo. Sueño que ellos roban mi muñeca Cristina y despierto llorando. Pero siento alivio cuando me doy cuenta que no era verdad. Antes de ir al comedor miro por la ventana y los veo quizás por última vez, porque están subiendo sus cosas en unas carretas tiradas por caballos chiquititos. Simplemente se van, se alejan por la orilla de la cuneta hasta perderse en el paisaje loco, metálico y rodeado por ese concierto quebrado de bocinas que tiene la calle al mediodía. Siento un poco de pena, porque no sé si los volveré a ver. Un pastel de choclo y un pedazo de sandía me esperan y almuerzo intranquila, porque quiero ir nuevamente a la ventana. Vuelvo allí, miro detenidamente con la esperanza de verlos, pero ya no están. Se fueron para siempre. Pequeñitos y antiguos, irán en busca de otra niñita a quien asombrar.
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