Esta historia pretende ser un homenaje a un duende caído. Un ser mágico que habitaba en el alma de un viejo amigo mío. Fernando se llamaba, y juntos compartimos un poco de alegría, un poco de ilusión, y varias borracheras. La última vez que tomé tequila con él fue hace dos años.
Era un estudiante pero, a diferencia de mí, él era mucho más responsable respecto a su futuro. 'Responsable' quiere decir que sabía quién era y quién quería ser en el futuro. No era un imbécil como yo, que prefería sobrevivir en vez de vivir. Él estudiaba diseño gráfico en la facultad, mientras yo perdía mi tiempo en la facultad de informática. Mi amigo era un artista, un mago, un poeta, un dibujante, un borracho y el tamaño de su corazón era directamente proporcional a sus defectos como individuo social. Es decir, todo un buen tipo.
Tenía el cabello rubio y largo casi hasta la cintura, un tatuaje en algún lugar de su cuerpo (nunca me molesté en preguntarle dónde) y un clavo en la lengua. Sí, parecía un punk perdedor, pero no hay nada más infantil que juzgar a alguien por su apariencia. Aquellos que conocen a Daniel pueden decir que parece un tipo serio, o un completo pelele, o un profesional, o un croto, o una suma de todo eso. Lo que pasa es que Daniel se caga en los prejuicios, y le encanta lograr que la gente común lo prejuzgue. Fer no era tan complicado como este Daniel, principalmente porque mi amigo era bastante sincero con su actitud frente a la vida, y el pobre Daniel solía hacerse el interesante para llamar la atención.
Recuerdo muy bien la música que sonaba en su interior. Recuerdo que poseía la habilidad de hacer realidad sus fantasías, atrayendo a los monstruos más terribles siempre que nos contaba una historia, o desatando las emociones más enterradas cada vez que llegábamos al quinto tequila. Es cierto, tenía la tendencia a ponerse violento cuando tomaba, pero yo sé que era incapaz de herir a alguien. Lento para la bronca, rápido para el perdón.
Sin embargo había algo más en él. Algo temible, pero hermoso.
Todo pasó, como ya dije antes, hace al menos dos años. Estábamos en un bar, no importa el nombre, escuchando una banda de covers y tomando una cervezas entre amigos. Estaban el bueno de Omar, Hugo, Fer y yo.
La mesa estaba tapizada de cáscaras de maní. Los vasos vacíos y las botellas también. Las risas iban y venían, y todo parecía estar bien en el mundo. La magia del alcohol ya nos había surtido efecto y nuestros muertos vivientes empezaban a levantarse de sus tumbas y se apoderaban poco a poco de nosotros. Recuerdo que otros amigos estaban en el bar ocupados en sus asuntos, la novia de uno, el novio de otra, la fiesta del fondo, los amplificadores y el chamuyo.
El cambio comenzó lentamente, fue un ligero resplandor, un sonido como de cadenas rotas, risas y fondos blancos que distorsionaban lo que me estaba sucediendo. Hasta ese momento yo era simplemente Daniel, estudiante mediocre, escritor a medias. Hasta ese momento yo era un don nadie en un mundo rodeado por dones nadies. Entonces Fer me tomó del hombro y se acercó.
- Mirá a la chichi esa en la barra, ¿no es una princesa? - me dijo.
Miré, y vi a otra más de tantas. Una morocha alta, de buen cuerpo, vestida para matar. Otra más de tantas, con la diferencia que aparentaba dieciséis, no más.
- Está pa' darle, pero es muy pendeja pibe - Como dato anecdótico diré que por esos tiempos yo tenía veintiún años, y Fer veinticuatro.
- Sí, pero fijate bien –
Me fijé. Estando borracho las cosas se ven más reales de lo que son, y la piba se la notaba nerviosa. Tardé en darme cuenta que estaba tratando de sacarse de encima a un imbécil inflamado que trataba de sacarla a bailar. La chica miraba para todos lados, sonriendo intranquila, mientras buscaba a sus amigas con los ojos. El tipo le ofrecía el satanás que estaba tomando y la chica negaba con la cabeza. Qué estrategia más mediocre emborrachar a las mujeres. Da pena ver algo así, y da más pena ver que por lo general funciona.
Seguí mirando a la chica por un rato hasta que Fer me levantó y me dijo.
- Vamos, te invito un tequila –
Fuimos hasta la barra, a dos pasos de la chica y el imbécil. Nos pusieron dos vacitos de vidrio, dos rodajas de limón, y dos sobrecitos de sal. El ritual de preparación para el chupito era algo que habíamos elevado hasta el nivel de arte, a tal punto de no probar sorbo sin haber brindado por algo que mereciera quemarse de esa manera el estómago y las neuronas. Para nosotros, tomar tequila era una especie de sacrificio religioso: "ofrecemos nuestra decadencia al gran dios Baco, a cambio de que nos proteja cuando no podamos decir ni nuestros nombres. ¡Oh benévolo! concédenos un pedo barato y haz de ésta una noche que recordemos con nostalgia y alegría. Amén".
- ¿Por qué brindamos? - pregunté por cortesía. Ya que él invitaba, él debía proponer el brindis.
- Por la magia – dijo, y se pasó la lengua enclavijada por la sal de su mano.
- Por la magia - dije yo.
Era normal brindar por cosas así con Fer, mucho más después de la tercera o cuarta botella de cerveza.
El tequila casi me volteó. Cerré los ojos y tragué con bronca la rodaja limón. Pero cuando los abrí de nuevo, todo había cambiado.
Es decir, todo seguía igual, pero yo lo veía diferente. Las luces, la música, las botellas detrás de la barra, la sal derramada en mi camisa, el tamborileo en mi cabeza. Todo ganaba color, resonancia, contraste. Era como si alguien hubiera resaltado todo con un marcador fosforescente. No me sentía mareado, sino eufórico.
Fer me sonreía con su sonrisa de labios apretados, que dibujaba una línea curva de oreja a oreja. Sonreía con toda su cara, con los ojos chiquitos, con la nariz, incluso con las orejas. Nunca voy a olvidar esa sonrisa. Me instó a que mirara a la pibita de antes.
Lo que vi no me asustó. Lo que me asustó fue, después, darme cuenta que no me había asustado. La morocha seguía igual, negándose al imbécil, pero ahora la veía vestida de blanco, en medio de un bosque rodeada de árboles y pájaros. Y el imbécil no era un tipo normal, sino un ogro enorme que quería comerse a la princesa, comérsela literalmente.
No tuve mucho tiempo para pensar, ya que de repente Fer se paró y noté que sujetaba algo en la mano.
- ¡Hey, boludo! - gritó, y le arrojó el vaso de tequila al ogro.
Lo que siguió lo recuerdo de a pedazos. El bar se volvió un campo de batalla. Quise meterme en el medio para separar a Fer y al ogro pero alguien me calzó una piña debajo del ojo izquierdo. Por lo general las peleas en los bares son bastante zonzas: uno empuja a otro, el otro le devuelve el empujón, se tiran al piso y ya, mientras todo el mundo hace una ronda y piden que alguien los separe, cuando lo que en verdad quieren es ver cómo se matan. Pero esta pelea fue muy distinta. Era un todos contra todos descontrolado, hasta los patovas la ligaron. Antes de que alguien me agarrara y me sacara a empujones pude ver algo que me marcaría para siempre, lo primero que vi al nacer en este cuerpo.
Vi cómo sacaban a Fer del bar entre dos patovas, y vi cómo la princesa lo miraba desde adentro y le sonreía, como si agradeciera a su caballero el haberla salvado de ese ogro.
Desperté a las cinco de la tarde, con la sensación de haber vivido el sueño más loco de todos. Pero a medida que se disipaba la resaca, la idea de que el sueño había sido real me convencía más y más. A eso de las siete fui hasta lo de Fer con la intención de acosarlo con preguntas, pero me recibió con su sonrisa de siempre, excepto por un ojo morado, y me dijo.
- Buena fiesta la de anoche, ¿no? -
El tiempo pasó y yo fui aceptando lo que me había pasado. Había cambiado, veía las cosas de manera diferente. Hoy me río mucho más, me contento con poco y disfruto de todas las películas que voy a ver, sean buenas o malas.
Daniel adquirió una nueva visión del mundo. Sigue siendo el mismo de siempre, pero ahora yo le muestro cosas que antes no notaba. ¿Alguna vez Daniel había notado el comportamiento de las palomas? ¿la curiosa arquitectura de los árboles? (Fer solía hablar mucho de los árboles) ¿el variado color de las hojas y el césped? ¿las intrincadas sutilezas de las relaciones sociales?. Yo soy un aspecto nuevo de la personalidad de Daniel, y mi existencia se la debo a Fer, el duende más real que conocí.
Pero como nada en la vida dura para siempre, el duende de Fer fue perdiendo su color. La vida moderna de hoy, de muertos vivientes olvidados, de rutina, de rituales, de televisión y aburrimiento, no toma prisioneros entre los seres mágicos que quedan. Y Fer no fue la excepción. Su novia quedó embarazada, él tuvo que dejar los estudios y ponerse a trabajar. Se fue de la ciudad y no lo volví a ver hasta hace dos días.
Se cortó el pelo al ras y se sacó el clavo de la lengua. No se parece en nada al duende alegre que contaba historias de fantasmas y unicornios. Ahora es un hombre de familia, orgulloso padre y responsable empleado público. No tiene tiempo para leer o salir. Además, ¿perder el tiempo con esas pendejadas? No, ya estamos grandes para eso.
Nos vimos en el local de Hugo, el lugar donde nos conocimos, el lugar que me unió a él y a otros de mis grandes amigos. Luego de abrazarnos y decirnos lo mucho que nos alegramos de vernos, lo miré un momento, y vi que el duende ya no estaba. Daniel estaba contento de asistir al reencuentro de su amigo, pero yo estaba triste por asistir a su entierro.
Fue con su esposa y su hijo. Lo presentó oficialmente.
Entonces me di cuenta. Fer no podía traicionarme, y no lo hizo. No desechó su aspecto de duende como hacen todos, sino que lo sacó de sí mismo para cuidarlo más de cerca, para verlo y abrazarlo, y guiarlo con la esperanza de un hombre que sabe que todo termina, para empezar otra vez.
En los ojos de su hijo vi el brillo mágico de un duende que crece, a punto de romper su crisálida.
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