MINGACHO
Era el loco del pueblo. Nadie sabìa su nombre verdadero. Algunos lo llamaban Juan otros el loco, pero la mayorìa lo conocìa por el nombre de Mingacho, nombre que vaya saber quien lo inventò o que significaba. Había aparecido de pronto, como salido de la nada, vistiendo harapos que de a poco fue mejorando gracias a la bondad de los vecinos.
A todos saludaba con llamativa efusividad cada vez que con èl se encontraban, no importaba que lo hubiera visto recientemente, èl volvìa a repetir ¡buenos días! o ¡buenas tardes! o ¿què tal?.
Siempre sonreìa y se lo veìa muy alegre por eso tenìa ganada la fama de loco bueno. Algunas mujeres jòvenes le escapaban, le tenìan miedo injustamente, tal vez llevadas por ese sentimiento ancestral de temor a la locura que tiene el ser humano.
Algùn alma caritativa se apiadò de su condiciòn y dejò que èl se encargara del reparto de diarios de un kiosco y todas las mañanas los suscriptores tenìan la seguridad que el diario llegaba. No importaba que lloviera, hiciera mucho frìo o calor, o nevara como ocurriò en un caso. Siempre tocaba timbre o golpeaba anunciando su llegada, sin reparar en la hora cosa que, a màs de uno le molestaba cuando lo hacìa demasiado temprano en las mañanas. Luego se quedaba sonriendo, esperando. Habìa vecinos que le alcanzaban un sandwich, otros propinas y otros - los menos - bronca por haber llegado demasiado temprano y haberlos despertado de sus sueños eròticos.
A media mañana se dirigìa a la confiterìa del pueblo. Allì con su cajòn de lustrabotas, que alguno le habìa regalado, invitaba a los parroquianos a brindar una buena lustrada a su calzado. No se detenìa para obsevar si era de cuero, gamuza, botas, lona, o zapatillas, èl
igual hacìa el ofrecimiento.
Al mediodìa se sentaba en un banco de la plaza y comìa algo. Juntaba las miguitas de su almuerzo, generalmente un emparedado, y con un silbido penetrante llamaba los pàjaros a los que se quedaba horas viendo comer.
Por la tarde, era el atrio de la Iglesia su lugar preferido para estacionarse con su cajòn. y a los feligreses saludaba efusivamente dicièndoles ¡ vayan con Dios!
Algunos jòvenes con esa inconsciencia que tiene el crecimiento, le tomaban el pelo y gastaban bromas que èl no entendìa. Uno que se dedicaba a la distribuciòn de encomiendas y cargas lo llevaba en una camioneta por el pueblo hacièndolo trabajar y cuando el loquito estaba distraìdo, arrancaba con su vehìculo, como si se olvidara de èl. Ëste desesperado corrìa atràs gritando su nombre en la creencia que se habìa olvidado de su presencia. Otros habitúes de un bar lo hacían cantar y festejaban su disonancia, o bien le mostraban revistas pornogràficas y Mingacho se ponìa sumamante nervioso.
En una oportunidad le inventaron un desafío de lucha libre. El argumento utilizado fue el de ayudar a su manutención, cosa que nadie comprobó y para ello vendieron entradas por todo el pueblo. Como contrincante eligieron a un luchador profesional del pueblo vecino.
Concurriò mucha gente. En el primer asalto el luchador le propinò un cross de derecha a la mandíbula que provocò que al loco se le saltara un diente. Mientras buscaba el diente por todo el ring en cuatro patas, el luchador le hizo una toma y el juez del combate dio por finalizado el mismo.
Una noche estrellada un vecino lo recogiò en una birfucaciòn de caminos que conducìa al pueblo. Al subir al automòvil el loco estaba eufòrico. Repetía sin cesar haber avistado platos voladores. El vecino muy molesto ya que viajaba con su mujer y niños de corta edad le ordenò callarse, ante la posibilidad de que los niños se asustaran.
Al día siguiente los diarios relataban el hecho observado por ciento de personas, cerca del lugar y la hora que habìa señalado.
En ese pueblo de provincia reinò la paz y la tranquilidad hasta que un hecho policial lo sacudiò. Una niña de corta edad desapareciò y todos los habitantes la buscaron sin resultados. Unos dìas despuès apareciò el cadàver de la infortunada criatura en un baldío con signos evidentes de haber sido violada y estrangulada.
La policía detuvo al loco como sospechoso de haber cometido tamaña barbarie.
Las opiniones de los vecinos se dividieron. Algunos señalaban al loco como autor, otros no creìan que fuera capaz por no considerarlo peligroso.
A Mingacho en cautiverio le propinaron tantas palizas que al final confesò.
Hubo un juicio en que le tocò un defensor de oficio y lo condenaron.
Luego de tres años en la càrcel en la que sufriò violaciones, castigos y torturas apareciò el verdadero autor del crimen. Un trabajador golondrina con frondoso prontuario en otra provincia habìa sido el autor.
El loco volviò al pueblo, ya no sonreìa, ya no saludaba.
Tortuga
|