Ese día, después del trabajo, fui al Hogar de la Santísima Trinidad como cuando en la época escolar tenía que, un poco a la fuerza, fingir estar sumamente a gusto en los apostolados que organizaba mi curso y mi hiperactiva profesora jefe. Varias veces visité aquel lugar en el marco de las más inocentes actividades, viendo cómo mis compañeros se engañaban a sí mismos con su apasionada guerrilla –y con la adolescente bandera de lucha en mano-, contra esa desigualdad que sus mismos padres alimentaban.

Me abrió la puerta una señora obesa mórbida con cara de no tener vocación para cuidar de ancianas.
- No está doña Luisa, pero deje el cheque conmigo dijo ella.

La vida era contradictoria. Yo no había cambiado ni un solo centímetro las estructuras sociales, y en cambio venía mensualmente a dejar limosna donde las del team Santísima Trinidad.

Y si la señora-cara-de-depresión-post-parto se quedaba con el dinero, poco me importaba. Yo ya me sentía mejor, y mi conciencia, más tranquila. Y fue entonces cuando la vi.

Quien otrora me enseñase tantas cosas yacía ahora inmóvil y pensativa en una silla-trono parecida a una que alguna vez ocupó Luis XVI, en la cabecera de una mesa de rostros medio marchitos.

Le cogí la mano, y esta vez sin sonrojarme, le charlé hasta que allá arriba apareció la primera estrella.