SOÑAR, MORIR...
Mis fuerzas están llegando a su límite. El filoso borde del abismo me desgarra la piel de los brazos, mientras mis manos aprisionan desesperadamente el tallo seco de un arbusto, que lentamente va cediendo a su entierro. Trato de trabar mi mentón contra una pequeña saliente, pero no puedo. El viento caliente que asciende desde el río de lava que corre a unos cincuenta metros debajo de mis pies, insiste en hacerme sentir su presencia, aunque no sea necesario. El sudor, provoca que una de mis manos se desprenda de su enclave salvador. Araño el polvo intentando alcanzar nuevamente el arbusto, pero mis movimientos y estertores, no hacen más que aflojar sus raíces muertas. Pienso en la horrible posibilidad de caer. Sin lograrlo, intento alejar de mi mente un pensamiento que me petrifica: ¿Qué sentiré mientras me hundo en la piedra incandescente? ¿Me desintegraré al instante de tocar la lava, o el sufrimiento será hondo y paulatino? Aún me resta una posibilidad y trataré de aprovecharla. Me concentro, debo lograrlo, de ello depende mi existencia. Cierro los ojos. Dejo de ver aquel paisaje que se extiende entra grises y rojizos, para focalizar mi atención en un solo objetivo. Creo que lo lograré...
Al fin, empapado, logro despertarme nuevamente. Esta reiteración de pesadillas que me golpea con insistencia, no me permite descansar. He consultado un psiquiatra, por miedo a perder la cordura, ya que cada vez me resulta más difícil conciliar el sueño. Temo por mi vida, pues no sé que sucedería si no logro despertar a tiempo, tampoco estoy ansioso por averiguarlo. Sumado a mis problemas personales, ahora sufro también por estar exhausto. Mi cuerpo ya no soporta la tensión y el agotamiento, mientras mi analista dice, con admirable simpleza, que todo es consecuencia de lo mismo. Me siento en la cama y veo como mi esposa duerme con placidez, soñando probablemente con algo que prefiero no confirmar. Otra vez lo mismo, levantarme, bañarme para que junto a la transpiración, el agua se lleve por el resumidero la sensación de que le muerte estuvo nuevamente a punto de alcanzarme. Luego, me preparo yo mismo el desayuno. Recuerdo que en los primeros años de nuestro matrimonio, Marisa se levantaba conmigo todos los días, me servía un café con tostadas recién hechas, acomodaba mis papeles, y me acompañaba hasta la puerta, desde donde me saludaba con una sonrisa, ansiando ya mi regreso. Hoy las cosas han cambiado, y creo que nadie puede comprender el hastío que esta rutina solitaria me produce. Nuestra vida en común es sólo cuestión de costumbre, a la que se suma la comodidad que le produce a Marisa tener quien la mantenga. Sólo eso. Durante los primeros tiempos buscamos un hijo que no llegó. Los análisis que nos hicimos dicen que no es por mi culpa, pero ella no pierde la oportunidad de echármelo en cara, como si no fuera yo quien sufre más esta tristeza. Al manotear el picaporte de la salida, Marisa me grita desde la pieza:
- Acordate que hoy es viernes, y vienen a comer Walter y Lidia...
Walter, por supuesto, quién más. Mi agradable vecino. Sé a la perfección lo que pasa entre ellos, aunque no pueda demostrarlo. Tampoco lo preciso. Sus miradas, sus charlas en la vereda, sus invitaciones recíprocas a cenar, aún cuando Marisa no muestre mayor interés en intimar con Lidia. Es más, no pierde la oportunidad para criticarla. Yo no sé que hace Walter con una mujer tan insípida, él es un hombre tan... dice Marisa cada vez que los despedimos, sin completar jamás la frase ¿Tan qué? ¿Tan qué, más que yo? ¿Pensará Marisa que no la merezco? Con seguridad a esta altura de nuestras vidas, su opinión se ha volcado en mi contra. Pero... ¿Por qué ella no me pide el divorcio? ¿Por qué no nos separamos? Ella por comodidad. Yo por este humillante amor que aún siento. Porque ya perdí la dignidad, pero me resisto a perderla a ella.
El día transcurre como cualquier otro. Un bamboleo acotado, que va desde el letargo constante que me produce mi falta de reposo, hasta la pereza que me induce un trabajo en el que sé que cualquier esfuerzo por avanzar resulta inútil.
Vuelvo a casa temprano. Las ventanas de nuestros vecinos están cerradas, indicando que ellos no han vuelto todavía. Entro. El living esta impecable y la mesa preparada. Un casi imperceptible olor a comida, corta la fragancia a violetas con la que Marisa rocía la casa cuando esperamos invitados. Sobre todo a Walter que repite hasta el cansancio la misma cursilería: ¿De donde sale el olor a violetas, si en esta casa solo veo una rosa?. Marisa le regala una sonrisa y una caída de ojos. Lo de ellos es repugnante. Lo mío es patético.
Marisa me recibe con un gentil: Tratá de no ensuciar, que esta todo ordenado. Me ofrece la mejilla como una graciosa concesión, para que le dé un beso. Cierro los ojos y me deslizo hasta su cuello. Mi intención es clara. Ella se corre y me indica que me bañe. Tenés olor a cigarrillo -me dice- Ah, y apurate por que yo todavía me tengo que arreglar. Cuando nos preparábamos esperando visitas, solíamos escuchar música. Hoy el único sonido que se oye, es el del secador de cabello. La veo mirarse al espejo y deduzco que no usa el aire caliente para secarse el pelo, sino para inflar su vanidad. Está radiante. Se acomoda el escote y sonríe lujuriosa. Sé que no piensa en mí. Suena el timbre y Marisa corre a abrir la puerta. Escucho un beso sonoro. Es el que le da a Lidia, cargado de chispeante falsedad. El otro, aquel con recibe a Walter, es mudo, oculto, como su relación.
La cena transcurre entre temas tan banales como aburridos. Lidia se ríe sin saber lo que sucede. No le tengo lástima, ella es tonta y no advierte la realidad, yo en cambio soy deshonesto, poniéndome excusas para no reaccionar. Soy consciente de ello y lo lamento. Walter apura la cena, porque debe llevar a Lidia al aeroparque. Viaja para ver a su madre y estará fuera dos semanas. Marisa, diligente, comienza a levantar los platos. Advierto la lascivia de sus miradas que se cruzan. Saben que son dos semanas para ellos. Marisa busca una excusa para no perder tiempo. Dice que al otro día a la mañana temprano, se levantará para ir a la peluquería. La trama está lista. Me quedo con Lidia en el comedor, mientras Marisa y Walter llevan las cosas a la cocina. Entre el ruido de los platos estallan sus carcajadas. Ya están gozando lo que les espera. Los despedimos. Marisa insiste como siempre: Yo no sé que hace Walter con una mujer tan insípida, él es un hombre tan... Odio que jamás termine esa frase. Odio la incertidumbre.
Nos acostamos. Ella trata de alejarse de mí todo lo posible. Ya no me importa. Ahora comienza otra lucha. Tengo que dormir, y tratar de descansar. Tengo que vencer el temor a otra pesadilla, y a no poder despertar. Marisa se durmió pronto. Claro, debe levantarse temprano para ir a la peluquería, es decir a encontrarse con Walter. Trato de poner mi mente en blanco, no sé cuanto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos intentando conciliar el sueño, pero ya empiezo a pensar en forma desordenada e incoherente, signo inequívoco de que estoy ingresando al limbo onírico...
...Mis pensamientos son ahora más claros. Sin duda, ya estoy viviendo en sueños. Me encuentro en un patio colonial, probablemente a principios del siglo XIX. Hubo un levantamiento popular, y los soldados se mueven con impaciencia a pesar de que la rebelión ha sido sofocada. Corren de un lado al otro, entre gente de diversa condición, que se ha refugiado en esta especie de ciudadela fortificada. Las mujeres aprietan contra sus largos vestidos a los niños, que tratan de sacarse las manos de sus madres de sobre los ojos. Ellas intentan impedir que vean lo que va a suceder. Los cabecillas de la conjura deben ser castigados de manera ejemplar. En un palo se encuentra atado uno de los rebeldes, sin venda en el rostro. A unos quince pasos, se acomodan los seis fusileros. Casacas color verde oscuro, con doble abotonadura dorada, gorros de piel negros, pantaletas blancas, botas negras de caña alta. Son Húsares del Tercer Regimiento. Seis justicieros y un futuro ajusticiado. Siete personas mirándose fijamente, esperando la orden del primer teniente, que se acomoda al costado de la fila, con el sable en la mano. Como no podía ser de otra forma, yo soy uno de los protagonistas de la historia, jugando nuevamente con la muerte. El primer teniente eleva el brazo, blandiendo el sable, que queda apuntando al cielo. El silencio gana la plaza. Los hombres y mujeres presentes contienen la respiración. Quiero bajar la vista, pero no puedo. Mi orgullo no me lo permite. Como en otros sueños, cuando la parca camina lenta para ocupar su posición en el escenario, el sudor me brota con abundancia por los poros. Siento que tirito. Trato de sobreponerme, afirmando mis piernas y contrayendo los glúteos. Tengo que escapar, mas no sé si esta vez lo deseo. De alguna vez por todas debo saber qué sucede si el sueño sigue con su argumento hasta el final. Me dejo llevar. Miro de reojo al primer teniente, esperando que el sable dicte el momento de la muerte. Los seis disparos, se unieron y resonaron con el eco interminable del infinito espacio de los sueños.
Sentí un fuerte sacudón. Muy a lo lejos, el llanto de una mujer, se iba incrementando. Otro sacudón. Abrí los ojos y vi como Marisa me sacudía del brazo llorando desconsolada.
-No sabés lo que pasó... –dijo intentando una pausa en el lloriqueo- Es horrible, horrible, horrible!!!
Me senté en la cama. La tomé con fuerza de los hombros, le di un leve zarandeo.
-Explicate, por favor –le ordené-
-Es espantoso, en la calle está la policía, acaban de encontrar a Walter en su cama, con el pecho destrozado por seis disparos... Es horrible, horrible...
Se alejó rumbo a la calle repitiendo sus últimas palabras. Yo me recosté, pensando que nunca hubiera creído que algo así podía suceder, y todo por dejar que el sueño terminara. Lo que nunca imaginé, por cierto, es que podría serme tan útil. Esta vez estuve del lado correcto. Para otra oportunidad deberé cuidarme, y ver bien cual es mi papel, porque soñar con la muerte puede resultar peligroso.
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