Sabía que vendrían. Oculto en las sombras de su casa, esperaba la hora fatal en que aquellos individuos le cobrarían lo que les pertenecía. Se retorcía sus manos mientras sentía que un nerviosismo rumoroso recorría sus entrañas. Ya faltaba poco. El sudor empapaba sus facciones ambarinas. El reloj marcaba la hora acompasadamente tal si fuese un implacable juez que ya ha dado su veredicto y que ahora contempla al condenado con sus ojos inescrutables. De pronto, la puerta se remeció con gran estridencia. –Ya están acá- susurró con su voz desgastada. Y arrastrando sus pies como quien es conducido al patíbulo, se dirigió al lugar en donde parecía aguardar el demonio.
En rigor, los demonios eran tres y uno de ellos, con sus ojos destellando en la oscuridad, le preguntó:
-¿Nos tienes eso?
Su voz se negó a salir desde la garganta estrangulada. Los ojos parecían escapársele de sus órbitas. Uno de los demonios lanzó una estridente carcajada y un grito de terror y su intento de huir fueron una sola cosa, pero antes que moviera un solo pie del piso, sintió el impacto de aquello en pleno rostro. Una vez más, cada vez peor, sabía que nunca lograría sortear tal destino. Los demonios huyeron riendo como si hubiesen enloquecido. El hombre sacó su pañuelo para limpiarse el rostro mientras la yema de huevo corría gelatinosa por sus curtidas comisuras…