Trató de continuar ese laberinto de letras que había confeccionado. Un humo espeso ascendía en nítidas volutas sobre el cristal opaco de sus lentes. Se encontraba bajo ese maldito síndrome de una hoja en blanco. Afuera, la tarde se hacía más espesa entre su mirada y la realidad. Nuevamente se aferró a su máquina de escribir, donde la inspiración fluctuaba en delgadas líneas contradictorias. Sintió hastío de una profesión tan cuestionada, obligado a redactar cierto número de páginas para la editorial. La novela anterior había sido todo un éxito; ésta en cambio, rodaba hacia el fracaso. Recordó la infancia tratando de hallar motivaciones; esas horas junto a sus padres; el frío invierno en la ciudad desnuda; sus hijos como dos almas diminutas jugando; una ex pareja por mantener; la soledad de inmensas bibliotecas habitadas por fieles amigos. El café seguía helado sobre la mesa, junto a un millar de papeles desordenados. Volvió a releer cada una de sus frases; todo se hallaba igual que antes. Ni siquiera asumía los nombres de sus personajes ante la incertidumbre; menos, la historia. Mario era un prestigioso escritor pagado por una importante editorial; su rostro oscilaba entre un manojo de arrugas y sonrisas dispersas. Divorciado; solitario; taciturno; cansino; amaba la lectura; esas horas de café en el barcito de la esquina; el cariño de dos hijos; escribir de madrugada; perderse en el andar de sus relatos describiendo las auroras, como un fluir impregnado por las almas; saborear el transcurrir de los segundos en ese todo de la vida...
Después de escasos días de trabajo, pudo terminarla. Y aunque su deseo fue cumplido, los pasos de la mediocridad seguían rozándolo, perdido en esos claustros del encierro y la lectura sin musas redactoras.

Cuando despertó del ensueño todo era distinto; quizás esos mismos personajes habían salido de su sitio para endilgarle tenor a la novela; o tal vez, sólo fue una concreción impresa de innumerables frases imaginarias...


Ana Cecilia. ©