PRIMER AMOR
A sus siete años, mi nieto se maravilla con todo y ver la felicidad en su cara es un privilegio del que no me canso nunca. Por lo que, cuando los feriantes instalaron sus atracciones, cogí mi bastón, me atusé la boina que cubre mi calvicie y le pedí a mi hija permiso -concedido- para llevar a Roberto a la feria.
Inmerso en un torrente de ruidos enmarañados, de cláxones, de sirenas, de canciones infantiles y de rap que aúllan los altavoces por todas partes, mi cabeza comienza a girar, al ritmo de la Oruga Encantada y de las Tazas Gigantes.
Sonidos y luces se atropellan en un torbellino que me arrastra a otros tiempos, a otra feria.
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Acababa de cumplir dieciséis años y pasaba las vacaciones de verano en casa de mi tía Juana, en Castres. Había hecho allí dos amigos: Eugenio, el hijo de un charcutero de Limoges, que se hospedaba con sus padres en el camping y cuya silueta traicionaba la profesión paterna, y Eduardo, un chico pelirrojo de cara alargada, hijo del notario más prestigioso de la región, amigo de mi tía desde la juventud.
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- Mi prima tiene el libro del Amante de lady Chaterley, dije con aire entendido. Lo esconde en su habitación, para que sus padres no lo encuentren.
- ¿Y por qué tiene que esconder un libro?
- ¡eh!, ¿eres tonto o qué? ¡El amante de lady Chaterley! No pretenderás que lo deje en la mesa de la cocina, ¿no?
- Pues no lo sé, no he tenido aun la oportunidad de descubrir esta obra.
Eduardo hablaba siempre así, con un lenguaje esmerado y escrupuloso. Al principio nos burlábamos un poco de él, luego nos acostumbramos, como si tuviera un acento raro. Sólo le oí proferir tacos una sola vez. Y lo que no imaginaba, es que fuera precisamente ese día el que lo hiciera.
- Di, de verdad que eres tonto. ¿Nunca has oído hablar de ese libro?
- Nunca, pero además no veo la relación.
- ¿Cuántos años tiene tu prima?, preguntó Eugenio.
- Dieciocho.
- Y, ¿tiene...tiene tetas?
- Se llaman senos, precisó Eduardo.
- Vale, senos, tetas, ¿las tiene?
- Por supuesto que sí, ni lo dudes.
- ¿y tú se los has visto? Insistió Eugenio.
- Podría.
- Eh, no me vaciles, ¿se los has visto o no?
- Aún no.
- “Aún no”, es una especulación.
- ¿Una qué?
- Olvídalo. Es una palabra de las suyas.
- ¿Cómo las tiene?
Ya me disponía a hacer una descripción meticulosa de lo que imaginaba ser los pechos de mi prima, cuando la voz alegre de Monika (“el escribirlo así con K es por mi abuela, que era holandesa”) sonó por encima de nuestros hombros.
- Hola, chicos, ¿conspirando? ¿me estoy perdiendo algo?
Monika tenía nuestra edad. La habíamos conocido tres días antes, en el tiro con carabina y yo le había conseguido un pequeño gato de peluche. Con esa inconsciencia del tiempo que tienen los jóvenes, y más durante las vacaciones, habíamos olvidado que ella finalizaba las suyas el día siguiente y volvía a la capital. No sabíamos ni el nombre de su familia, ni su dirección, pero conocerla había sido lo más bonito que nos sucedió durante aquel verano.
Nos encontrábamos siempre en el campo de la feria, gracias a Eduardo, cuyo presupuesto parecía el de la casa real, y pasábamos el tiempo yendo de una atracción a otra.
El miércoles echábamos a suerte quien subiría a su lado en el tren fantasma, para apoyar el muslo contra el suyo, o quien compartiría el coche de choque para sentir sus jóvenes pechos apretados contra el costado del feliz afortunado.
El jueves ya no pensábamos en estas tonterías, todos nos habíamos enamorado.
¡Era tan bonita con sus cabellos rubios que enganchaban los reflejos multicolores de los rótulos luminosos! Cuando se reía, - lo que hacía casi todo el tiempo- era con una sinceridad total en la que sus ojos, su nariz, su boca colaboraban plenamente. Pero lo que me volvía loco era su forma de mirarme de reojo, bajando ligeramente la cabeza y sujetando su pequeña lengua rosa con sus dientes.
Nos hablaba de Brigitte Bardot en En cas de malheur, “¿no la habéis visto? No lo entiendo ¿no os resulta genial?” Por supuesto ninguno admitíamos que no teníamos la edad requerida (ella tampoco por cierto, pero nadie se fijaba). A veces citaba a Rimbaud.
- Beee, hacía Eugenio. Lo aprendemos en el cole, está chungo. Saqué un cero en poesía, no me la sabía.
- Pues, ¡muy mal! Ah, ‘Il a deux trous rouges, au côté droit”. ¡Qué dramático!,¡qué profundo!
Y de pronto, en medio de una romántica declamación en la que se su mirada parecía ahogada en medio de un océano imaginario, se sobresaltaba y proponía con entusiasmo:
- ¿Quién viene a darse una vuelta en los Platillos Voladores? Y todos le contestábamos que sí al unísono.
Ya era viernes, cansados de correr, saboreábamos una coca cola recién comprada en el bufé, sentados en las barreras de protección de la noria. Monika hablaba de música. Había descubierto un grupo inglés desconocido que cantaba “Love me do”, su primer single.
“Beatles” significa cucarachas -informó Eduardo- un nombre muy poco apropiado. Les auguro un éxito muy corto, si es que se podrá hablar de éxito
- Voy a marcharme, dijo ella. Ya casi es la hora.
Es increíble como se puede sentir el peso del silencio aún estando sumergidos en el corazón del mismísimo ruido. Nadie habló. Monika sonrió y dijo entonces:
- Tengo una idea.
Se inclinó y acercando sus labios a la oreja de Eugenio, le murmuró unas palabras. A él se le pusieron los ojos como platos y el rubor encendió sus mejillas.
- ¿Si?, ¿lo dices de veras?
Monika que había recuperado la posición, estalló en su risa cristalina, sacudiendo de arriba a abajo la cabeza diciendo: “Sí”
- ¿Pero completamente?¿Del todo?
- Eh, tontito, por abajo no. La cortina no tapa por abajo, sólo por arriba.
- ¿Pero hasta el final?, volvió a preguntar, incrédulo juntando las palmas de sus manos apoyadas en su pecho.
- ¡Ajá!
- ¿Qué?, ¿qué?, saltó Eduardo, ¿qué te ha dicho?
- ¿Y podremos mirar?, prosiguió Eugenio sin prestarle la menor atención.
- Monika sacudió esta vez la cabeza de izquierda a derecha, mientras mantenía su sonrisa traviesa.
- No. Vosotros os quedáis fuera, detrás de la cortina.
- ¡Noooooo!
- Es la condición.
- ¿Y las fotos qué?
- La maquina hace cuatro, podréis cortarlas y cada uno tendréis la suya. Hasta os sobrará una.
- Pues para ti.
- No, yo debo irme. Es realmente la hora de marcharme. Y además, me daría muchísima vergüenza. Cuando estén las fotos hechas, y mientras salgan porque tardan cinco minutos, yo desapareceré.
- Bueno, ¿te vas a quedar callado lo que te ha dicho o qué?
- Venid, os lo voy a explicar, ¡uauh!
Y se frotaba las manos como un chatarrero al que se le ofreciera la piedra filosofal, o un bandido al que se le regalara la llave de la caja fuerte de un banco.
- Venga tíos, venga, nos vamos de aquí, ¡venga rápido!, ¡Siiiiiii!
No aguantábamos de impaciencia, creíamos haber adivinado, pero era tan asombroso que casi no nos lo podíamos creer, mas no importa saber qué estás soñando si el sueño resulta agradable. Siempre sería lo suficientemente bueno, el tiempo que durara.
Todo concordaba con lo que Eduardo y yo habíamos imaginado. Había en el real de la feria una de esa nuevas máquinas automáticas que hoy en día se conocen como Fotomatón.
Nada más llegar ante la máquina mágica, revolvimos nuestros bolsillos para reunir las cinco monedas que reclamaba el letrero. Ni hablar esta vez de delegar en Eduardo. Casi nos peleábamos por pagar, como si el hecho de poner el dinero nos confiriera un derecho superior, o atestiguara una devoción más grande por nuestra musa.
- Bueno, prometédmelo. Todos fuera, y nadie toca la cortina.
- Lo prometo.
- Lo prometo.
- Lo prometo también.
- ¿Juramento de honor?¿Cruz de madera, cruz de hierro, si miento voy al infierno
- Deja, eso es para los chiquillos.
- ¡Jura!
- Si miento voy al infierno.
- Si miento voy al infierno.
- Cruz de madera, cruz de hierro.
- ¿Vale coleguis?... vigilad que no se acerque nadie.
Ella entró en la cabina, se sentó en la banqueta y la hizo girar para ajustarla a su altura antes de echarnos una nueva mirada, con la que poder evaluar nuestra capacidad para mantener la palabra dada. Tranquilizada al respecto, supongo, echó la cortina dejando ver sólo sus piernas. Al cabo de unos instantes su suéter de punto se deslizó sobre sus rodillas. Un momento más tarde, un sujetador blanco vino a añadirse. Deslizando su mano abierta bajo la cortina dijo:
- Está bien, pasadme las monedas.
Las deposité en su mano que desapareció
Vimos entonces cuatro flashes iluminar el suelo, después el sujetador desapareció y, finalmente, el suéter de punto.
Cuando ella salió de la cabina enarbolaba ese aire travieso de una chica que hubiera puesto ranas en la pila de agua bendita o hubiese deslizado una novela verde entre las pertenencias del cura.
Nosotros, no podíamos creer en nuestra suerte. Mi corazón golpeaba mi pecho y mis dedos se retorcían en mi bolsillo, como cuando había pasado el oral de la reválida y el profe me preguntó por una lección que no había estudiado. Tal vez todavía más.
- Las fotos saldrán en cinco minutos. Así sé que no me olvidaréis.
- ¿Pero tú no nos vas a dejar realmente, ¿verdad?
- Sí. Mira el cielo, Eduardo, ¿ves las estrellas?
Incapaz de hablar asintió con la cabeza.
- ¿Ves como brillan?, pues bien, son soles que ya están muertos. Pero como están muy lejos, su luz todavía nos llega. Seré tu estrella. Me voy, pero mi luz podrá seguir brillando aun cuando me haya ido.
Se acercó a Eugenio lo miró a los ojos, depositó un beso en cada una de sus mejillas y le dijo en tono solemne:” Adios, Sancho, no abuses demasiado de la morcilla y de la buena mesa, o os comeréis el negocio.”
Después se volvió hacia Eduardo. Repitió el ceremonial de los besos y pronunció: “Adiós caballero, le ordeno buscar a su Dulcinea y seducirla a lomos de su caballo blanco!
Yo era el último. Mi garganta se hallaba tan apretada que no podía pronunciar una mínima palabra.
Cuando me dio su primer beso, su boca estaba agradablemente cerca de la mía, pero al segundo, sentí sus labios en los míos, sí, por unos segundos, en un instante que me pareció un siglo, en un siglo que me pareció un instante.
- Adiós, me dijo simplemente. No me olvides, por favor.
Se fué. Nos quedamos quietos, plantados, incapaces de movernos o hablar. La vimos desaparecer detrás de la caravana de la Ruleta de la Fortuna. Puede que imagináramos que nos gastaba una broma , que iba a volver, pero, ¿de verdad lo creíamos?.
Fue el soplo del secador es que nos sacó de nuestra parálisis.
- ¡Las fotos!, ¡ya salen!
Eduardo fue el primero en adelantarse a recogerlas en el cubilete donde caían. Las cogió e hizo ademán de apartarse para mirarlas él sólo.
- ¡Puta mierda de puta mierda! Fue su primer y último taco.
- ¿Qué?, ¿qué pasa?, ¡¿qué es lo que pasa!?
- ¡A ver! ¿Qué pasa tío?
Parecía descompuesto. Nos tendió el cartón. Nada. Ni de un lado ni del otro. Todo blanco. Ninguna foto.
- ¡Esto no puede ser verdad!, ¿qué ha pasado?
Me desmoroné. No me quedó más remedio que sentarme en la cabina, o más bien dejarme caer en la banqueta, la mirada en el vacío frente a este otro yo que me miraba afligido desde el espejo.
Tardé más de un minuto en darme cuenta de la pequeña luz roja, por encima del cristal. Para leer el letrero debí levantarme y acercarme, pues estaba escrito con letras muy pequeñas. “Producto revelador agotado. No introducir monedas si la luz está encendida”
Salí de la cabina a darme cabezazos contra la pared –no demasiado fuertes, por supuesto. Después moviendo el pulgar señalé el letrero a mis amigos.
- ¡Hay que correr, la cogeremos!, exclamó Eugenio.
- Déjate de gilipolleces. Hace ya seis o siete minutos que se fue, y ni sabemos por dónde.
- ¡Todavía puede estar en la feria!
Nadie lo creía. Pero aún así la buscamos. Hasta que las alamedas quedaron desiertas, hasta que se cerraron las últimas casetas, hasta que las luces se apagaron unas tras otras y el silencio se apoderó de la noche. Nunca más la volvimos a ver
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Esa banda de cartón blanco la conservé durante muchos años. Entera, porque nadie había considerado necesario recortarla.
Allí donde los otros veían sólo blanco, yo veía el azul de sus ojos, el rojo de sus labios, e imaginaba el rosa de sus pequeños pechos de puntas morenas. Para mí, aquella banda de papel marcada Kodak en el reverso, quedarán para siempre las fotos de mi primer amor.
© Michel Henric-Coll
(pikkabbu)
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