Bajaba Pedro “El viejo” por la cuesta de las mulas con su carretilla medio vacía. Sólo una azuela de mango largo, un saco de arpillera, unas cuerdas y una regadera grande de latón.
El sonido metálico de la rueda al tropezar con los cantos ponía música monocorde a su paseo hasta el huerto.
- ¿Qué hay, Palmira?... Parece que se presenta el día claro. Dijo sin dejar de caminar cuesta abajo.
- Vaya... Mira que te gusta el huerto, Pedro. Lo cuidas más que si fuera tu mujer.
- ¡¡Ay mi mujer...!! Si estuviera conmigo.
Le llamaban “El Viejo” desde pequeño por su manera de hablar tan de persona mayor, tan concienzuda.
Después de saludar a media docena de vecinos durante su trayecto hacia el huerto y
festejar con risas las bromas de las comadres en el lavadero, llegó a la hilera de huertos.
El suyo era el tercero. Las ramas del ciruelo, las del peral y del cerezo asomaban por encima de la tapia esperando su llegada.
El anciano echó mano de su gran llave y la retorció en el interior de la cerradura haciendo saltar los resortes con fuerte estrépito y despertando de su letargo matutino a tomateras, cebollas, pimientos y lechugas.
- ¡Hola, Pedro! Saludó el cerezo moviendo sus ramas bajo la brisa.
El huertano lo miró sonriente mientras cerraba la puerta.
También saludaron los otros dos frutales con el roce de sus hojas. Las judías verdes palmotearon divertidas al verlo. No tardarían nada en beber agua del pozo.
Cada planta, cada flor, cada árbol o arbusto, hizo demostración de alegría por su visita. Todos menos el ciprés que se mantuvo distante, como distraído, aunque le miraba de reojo con altivez.
El Viejo se entregaba cada día a la tarea de quitar hierbas dañinas, a regar y a dialogar con todos los que habitaban su huerto.
Los frutales, con su voz almibarada, le dedicaban elogios e inclinaban sus ramas en ceremoniosas reverencias. Él sabía que era por el interés de que les quitase el exceso de ramaje en el otoño, les descargase del peso de los frutos en verano, les regase abundantemente todo el año y les dedicase palabras de admiración por el perfume que destilaban, sobre todo cuando la fruta estaba en sazón.
Rosas, gladiolos, crisantemos y calas exhalaron sus alientos perfumados para saludarle, mientras les dedicaba su mirada enamorada del color.
Acalló al coro de pimientos, judías verdes, tomates y cebollas echándoles varios baldes de agua del pozo.
El sol ya estaba alto cuando decidió sentarse, apoyando su espalda en el ciprés.
De un movimiento certero bajó la boina a la altura de las cejas tapándose el sol, cerró los ojos y al poco quedó dormido.
v Soy árbol de cementerio. De todos te ocupas y de mí te olvidas. Como no doy fruta, como no puedes aprovechar nada de mí, me riegas sólo de vez en cuando y no me tienes en cuenta.- Decía triste el ciprés.
v Te planté cuando aún era un muchacho, en contra de la opinión de mi padre: “Ese árbol no produce leña ni frutos. Por no dar, no da ni sombra, ¿para qué lo quieres si sólo has de darle de beber?”.
No hice caso a mi padre, la prueba eres tú mismo. Me enseñas el cielo con tus ramas. De lejos sé cual es mi huerto porque te veo desde la distancia. Pero lo que más me gusta de ti, es tu corteza y el ancho de tu tronco, es el mejor reposo para mi espalda cansada.
El ciprés dejó caer, escondida entre sus tupidas ramas, una lágrima de resina transparente.
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