Para mi cachorro mayor.
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Antes de cerrar los ojos para intentar dormir algo siquiera, Joaco acomodó treinta mil veces el diente de leche debajo de la almohada. Estaba ansioso por descubrir lo que el ratoncito le dejaría a cambio. Esperaba eso sí que fuera un billete que le alcanzara para comprar el álbum de animé de yugi oh, y un montón de sobres con láminas para intercambiarlas con sus compañeros en el colegio. Y no podía ser menos dado que sacarse ese diente le había significado muchos dolores de cabeza, partiendo por varios intentos malogrados tras amarrar el hilo en la boca mientras su hermano menor tiraba feliz de él con verdadero sadismo. Llegó a ver burros verdes de tanto dolor, sin embargo su deseo por comprar aquel álbum era insuperable y superaba cualquiera tortura.
Tendido de espaldas sobre el camarote con ambas manos apoyando su cabeza, Joaco observaba las estrellas fosforescentes que venían de regalo con el cereal pegadas al techo, tratando de dormirse cuanto antes fuera posible, mientras constataba con su lengua en incómodo vacío dejado por el diente extraído recientemente.
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Bien entrada la noche y mientras soñaba como un lirón, Joaquín sintió aquel llanto desolado proveniente de los más profundo de su almohada. De inmediato el niño saltó sobre el colchón quedando de rodillas sobre la cama. Con mucho cuidado levantó el cojín, al tiempo que el llanto desgarrador se hacía cada vez más intenso, alcanzando a llenar todo el cóncavo de la habitación oscura. El niño exaltado no lograba entender lo que en ese momento acontecía. En la cama de abajo su hermano menor roncaba a pie tendido atravesado sobre la cubre cama de Dexter. Apresurado cogió su linterna del velador dirigiendo su luz hasta el sitio donde había dejado horas atrás a su ex diente de leche. Tal sería la impresión del niño cuando vio frente a su nariz a la diminuta pieza dental que no paraba de llorar, con delgados bracitos, pies como de lana, jardinera de mezclilla, zapatillas y gorro de lona; que instintivamente pensó en salir corriendo en busca de ayuda. Sin embargo al constatar detenidamente que se trataba de un extraño ser con semblante de niño pequeño haciendo pucheros, sus miedos se fueron disipando lentamente dando paso a un extraño sentimiento de ternura y compasión.
- ¿Porqué lloras dientecito? - preguntó el niño.
- Es que tú ya no me quieres, y solo te interesa el mugroso dinero de ese insensible ratón capitalista de los dientes de leche... ¡¡¡¡buaaaaaaaaaaaa!!!.
- ¡¡¡Ya no llores más mira que te pones feo niño!!!. ¡¡¡Además yo siempre te recordaré, sin embargo tienes que entender que ya estoy creciendo y estas cosas suelen ocurrir a mi edad!!!.
- ¡¡¡Sí claro como no cierto y a mí que me parta un rayo después de haberte dado lo mejor de mi vida; tras haberte servido como un sucio objeto para engullir ese duro y latigudo caramelo de tu primera manzana confitada; la rigidez y sabrosura de tu primer turrón de maní, y el sabor envolvente de la melcocha que te encantaba saborear todos los veranos en la playa… no lo puedo creer…buaaaaaaaaaaaaa… que injusta es la vidaaaa… buaaaaaaa… y yo que te entregué todooooo!!!!.
- ¡¡¡Ya deja de llorar diente llorón!!!, ¿ a ver dime que puedo hacer yo para subsanar tus pesares, volver a pegarte con engrudo acaso?…¡¡¡no es mi culpa el que te hayas salido de mi encía!!!…¿entiendes eso?.
Apenas Joaco terminó de decir esto, el pequeño diente paró de llorar, y con actitud de niño fundido lo miró fijamente a los ojos y le dijo:
- ¿De verdad harías cualquier cosa por mí?.
- ¡Claro que sí!, a ver dime; ¿que deseas hacer? – respondió el niño.
- Mira lo primero que quiero hacer es jugar con tus juguetes, ojalá con tus legos, tus transformers, y tus cartas de Yugi oh.
Sorprendido el niño al principio, no tardó en facilitarle todos sus juguetes al pequeño diente de leche, quien ya esas alturas hacía gala de una radiante sonrisa de felicidad. En eso estuvieron hasta que Joaquín empezó a dar cabezasos de cansancio mientras la noche se agudizaba con el transcurso de las horas. Sin embargo cuando ya el sueño lo hacía su presa, nuevamente el llanto escandaloso se escuchó como por alto parlante.
- ¡¡¡Buaaaaaaaaaaaa, buuuuuuuuuuuuuaaaaaaaa, snif, snif, snif, nadieee me quiereeee, buuuuaaaaaa!!!!.
- ¿Qué sucede ahora, acaso no fue suficiente todo el tiempo que hemos jugado, a ver dime que más quieres diente malcriado?.
- Para empezar una competencia con tu game boy de Súper Mario Bross; luego un campeonato de cachipún con chirlitos para el que pierda, y sólo si puedes, que me dejes jugar con tus figuritas de Dragón Ball.
Joaco no podía dejar de complacer los pedidos del pequeño dientecito, más que mal era como complacerlo en su última voluntad. Así estuvo jugando con él hasta la madrugada, esforzándose con esmero en no caer abatido por el sueño. Sin embargo no pudo más y mientras en la calle los gallos cacareaban el comienzo del día, Joaco sucumbió a los brazos de Morfeo.
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Cuando Joaquín abrió los ojos de inmediato saltó asustado sobre la cama y sin más demora levantó la almohada en busca de su amiguito. Nada el pequeño diente había desaparecido para siempre y en su lugar yacía un billete arrugado de quinientos pesos. En aquel momento los sentimientos del niño se confundieron, no sabía si alegrarse con el hallazgo o llorar por la pérdida de su compañero de juegos nocturnos. Sin embargo mientras se lavaba los dientes en el baño antes de partir al colegio, concluyó que todo había sido un sueño. Era imposible y fantasioso dar crédito a todo lo acontecido la noche anterior. Antes de ponerse el uniforme del colegio, dobló el billete dejado por el ratoncito en su pasada y no tardó en echarlo en el bolsillo de su pantalón. Del primer piso se oían los gritos de mamá llamándolo a tomar desayuno.
Mientras echaba los cuadernos en la mochila de pronto Joaco vio con sorpresa por la ventana la imagen flotante del diente de leche quien con una cara de enorme felicidad y acompañado por las amígdalas que hace un año le habían extraído, le hacía señas como despidiéndose mientras ascendía con sus nuevas alas hasta perderse para siempre entre las nubes que coronaban la cornisa de su casa.
- ¡¡¡Muchas gracias por todo Joaquín, te extrañaré!!! – fue lo último que el niño creyó escuchar antes de bajar corriendo por las escaleras.
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