Estábamos los dos
en carne viva.
El duelo ya sin armas
era estaca en pedazos.
Una calma entreabierta
debatía las sombras
y la lluvia
(esa lluvia con su cofia de otoño)
salpicaba zaguanes.
Sé que buscaste entonces
caricias entre líneas.
Que rozaste impaciente
el reloj del abismo
y un suspiro de luna
apartó los espejos.
Pero aún llueve
(pendular monótona viciosa)
con hebras de cristal.
Cercada por la noche
supe
porqué el gatillo
se suspendió irascible
entre tus manos sordas.
Acomodé las huellas
debajo del ciprés
e impaciente de ausencias
desacuné cansancios.
Pero llueve
como si el universo abriera
sus fauces sin colmillos
por tragarse el océano.