La tarde se había presentado soleada y con un fuerte viento aquella mañana de Agosto. Era un clima bastante normal en aquella región. Era algo habitual para los habitantes de aquella pequeña ciudad costera del norte. Sin embargo, Mónica aún no se había habituado a ella.

Caminaba perdida por el largo paseo de la playa, escuchando las olas estrellarse furiosas contra el rompeolas, intentando aclarar su mente. El destino la había llevado a aquella pequeña ciudad, en la que aún seguía sintiéndose extranjera. No conseguía adaptarse a su nueva situación, su nuevo trabajo, su nueva vida. Caminaba x las calles de la ciudad buscando una respuesta, algo que le hiciera entender realmente que hacia allí. Y sin embargo, día tras día volvía a casa igual de vacía que había salido.

Y sin embargo, esa tarde mientras caminaba calle abajo en el paseo, algo diferente estaba ocurriendo. Mientras le daba vueltas una y otra vez a todo lo que le pasaba, el rasgo de una guitarra a lo lejos rompió sus cavilaciones. Fijó la vista bajo el sol y pudo ver en la distancia una figura sentada en un banco, que rasgueaba apasionadamente los acordes de Wonderwall De Oasis, una de sus canciones favoritas. No supo bien porque, pero pronto se sorprendió a si misma sentada al pie de aquel extraño trovador urbano, que desgranaba lentamente las canciones que una vez habían inundado su vida de música. Los minutos desaparecían, y la sensación de tranquilidad, de seguridad que estaba buscando se apoderó lentamente de ella.

Era increíble, aquél chico alto, desgarbado, con corte de pelo gallagher, gafas de sol redondas a lo Lennon y una preciosa voz estaba cantando toda su vida. Era como si lo conociera de siempre. Se sentía tan a gusto a su lado, tan segura, tan…feliz.

Las horas pasaron a toda velocidad entre canciones y canciones, hasta que finalmente, aquel chico poso la guitarra y encendió un cigarrito. Observo por un momento a Mónica, y tras ofrecerle una gran sonrisa dijo:

“Hora de tomarse un descanso. Espero que te haya gustado” Ella sonrió afirmativamente y comenzaron a hablar sobre todo lo que fue pasando por sus cabezas, especialmente de música, pero también de sus vidas, y de todo aquello que rodeaba su existencia. Mónica estaba descubriendo la multitud de cosas que tenía en común con aquel pleno desconocido, y no podía más que sonreír sin parar. Se sentía increíblemente bien. Al fin había encontrado a alguien que parecía entenderla, que era capaz de disfrutar de las mismas sencillas cosas de la vida que ella disfrutaba.

Un rato más tarde no quedó más remedio que despedirse y seguir cada uno su camino. Una terrorífica sensación de pánico invadió en el momento a Mónica. ¿Y si no volvía a verlo? De repente todo perdía sentido si el desaparecía. No podía permitir que aquello pasara. Necesitaba más tiempo para conocerlo, hablar con él, saber quien era realmente. Aún no sabía ni tan siquiera su nombre. Ahogando su miedo inicial, se armó de valor y decidió invitarlo a cenar. La fortuna quiso sonreírle cuando él acepto agradecido.

Comenzaron a caminar juntos calle abajo, sin saber que aquella tarde de agosto, algo muy grande había nacido. Bajo las miradas de ambos se ocultaba un brillo de felicidad que anticipaba el maravilloso mundo que iba a abrirse ante ellos. Una sonrisa apareció en el rostro de ella cuando después de preguntarle su nombre, el respondió con su calida voz: John