Toledo y el amor
La ciudad de Toledo ejerce, sobre todo aquel que haya podido conocerla, una poderosa fascinación. Sus castillos, los caminitos de piedra, los pequeños manantiales, sus habitantes, todo en Toledo parece salido de un cuento de hadas. Por este motivo, la leyenda cuenta que cualquier ser humano que llegue a la ciudad sin haber probado la miel y la hiel del amor, allí deberá iniciarse, en tanto aquél que sí las ha degustado, podrá revivir su historia más inolvidable. Tal es la magia que rodea ese lugar.
Pero a Silvia nadie le había contado las virtudes amorosas de la ciudad a la cual había arribado con tantas ausencias y espantos a cuestas, desde un país lejano donde el amor y la gente desaparecían.
Aun así, su buen humor había llegado más o menos intacto y fue lo que le permitió conseguir un trabajo, una buhardilla en un edificio blanco de la Calle de las Violetas, en el Barrio de Azucaica, y rodearse, también, de algunos semejantes para no morir de tristeza.
Silvia tenía el pelo muy largo y las piernas muy flacas, por eso, no se llevaba nada bien con el viento de Toledo, que la amenazaba diariamente con hacerla salir volando. Fuera de esa dificultad, había logrado acostumbrarse a su nueva vida, instalándose de a poco en una apacible y novedosa rutina.
Una noche de jueves, sus amigos la llevaron a una sociedad de fomento donde un grupo de artistas ambulantes daba un espectáculo a beneficio de no se sabía bien qué; las sillas eran de metal y el piso de mosaico, por lo tanto, lo primero que sintió Silvia al entrar fue mucho frío. Esa sensación persistió durante casi todo el tiempo, mientras dos malabaristas rojos y anaranjados tiraban pacientemente aros, botellas y limones en distinto orden, un payaso recitaba a Miguel Hernández y una muchacha menuda y rubia hacía equilibrio sobre un banquito angosto.
Pero cuando el mago Chanfaya entró en escena, Silvia sintió un incendio en la cara y en el pecho, y tuvo mucho calor.
Chanfaya era muy moreno y tenía una galera de la que sacaba conejos, palomas, pañuelos y todo aquello que a la gente se le ocurriera pedirle. Transformó una mesa en un jardín, hizo aparecer y desaparecer una puerta que estaba a un costado, le dedicó una reverencia al público y se fue.
Silvia, que durante todo el acto había contenido la respiración porque si no, hubiese gritado, se levantó de un salto y, tirando algunas sillas a su paso, fue a buscar a Chanfaya. Se había enamorado con locura de ese hombre moreno, absolutamente tierno y desconocido.
Cuando llegó al improvisado camarín, le dijeron que el mago ya se había ido, pero que si quería, podía enviarle una carta al Teatro Rojas, que era donde harían la próxima función.
Se marchó, entonces, inventando para sí misma la carta de amor más escandalosa que se hubiese inventado jamás. Después de llegar a la buhardilla, con la vista perdida en las montañas que se alzaban a lo lejos, acompañada de esa luz misteriosa que baña las madrugadas de los enamorados en todas partes del mundo, la escribió.
Muy temprano por la mañana, sin dormir siquiera, antes de ir al trabajo, llevó la carta al Correo, pero en el mismo instante en que la deslizó por la abertura de un buzón, se arrepintió y quiso recuperarla. Llena de vergüenza, se la pidió al señor que estaba detrás del mostrador. El hombre, mirándola por encima de unos lentes redondos, le respondió muy amablemente que las cartas enviadas no se devuelven, menos las de Toledo, y menos todavía las de amor.
Después de este suceso, los días continuaron pasando, ventosos y solitarios. Silvia estaba medio nerviosa, medio asustada y del todo segura de que su pequeña historia de amor había terminado sin siquiera empezar, hasta que una mañana, precisamente a las siete y media de la mañana, minutos antes de que se Silvia se levantase, sonó el teléfono.
–Te espero en la Esquina Norte de la Plaza Mayor, al lado de la Catedral, ya, tienes treinta minutos para llegar –dijo una voz profunda y grave. Y cortó.
Silvia no podía creer lo que había escuchado, sin lugar a dudas era Chanfaya el que había llamado, ella había soñado con su voz cada noche, pero ¿de qué manera había conseguido su teléfono? ¿Cómo iba a verlo en la Plaza? ¿No era el momento en que más gente circulaba por esa zona, camino a su trabajo? Y lo más desesperante de todo, ¿cómo llegaría a la otra punta de Toledo en treinta minutos?
Lo que Silvia no sabía era que la ciudad ya estaba de su lado: el autobús llegó enseguida, el chofer le indicó cuál era la Esquina Norte y una vez allí, pudo ver, a través de la multitud, a Chanfaya, que la saludaba sacándose la galera y haciéndole una reverencia.
¿Es necesario contar lo que sucedió más adelante? Seguramente, deben imaginarlo muy bien. Acaso, ¿hay alguien que, alguna vez, no haya sentido campanas en el aire, el corazón galopando y las piernas flojas?
Lo que se podría agregar es que a lo único que no pudo acostumbrarse Silvia fue a que Chanfaya le sacase plumas, naipes o lapiceras de la oreja o del pelo, cuando estaban absolutamente desnudos, frente a frente.
También tuvo que aceptar que Chanfaya era de verdad un mago, que aparecía y desaparecía con la misma facilidad que los objetos que utilizaba en sus presentaciones. A pesar de eso, la vida con él era hermosa por varios motivos: porque no le molestaba más el viento, porque se reía más a menudo que antes y, sobre todo, porque los artefactos electrodomésticos nunca se descomponían.
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