El árbol de cristal y los sueños compartidos
Sólo el fuego. No podía desviar su mirada del fuego, hipnotizada por el movimiento interminable de las llamas naranjas. Fijó la atención en una en particular, la más pequeña, la que parecía que iba a apagarse en cualquier momento, pero no, sólo descendía para elevarse nuevamente sin cesar. Mirar el fuego le permitía no sentir el olor de su miedo, abstraerse e imaginar que no era ella la que debía salir corriendo, la que debía ser alcanzada por el hombre más veloz. De nada le valió intentar convencer a su padre, había llegado el momento de su iniciación y debía cumplirlo como cualquier otra joven de la tribu, sin que importara el rango que ocupara. Dammar distinguió el movimiento a su alrededor, los murmullos, los sonidos de esa música que tanto amaba y que ahora se le antojaba aterradora. Sabía que los hombres que debían participar de su ceremonia estaban parados en fila del otro lado de la fogata. No quería ni mirarlos, no podía ni levantar la cabeza para mirarlos.
Sólo el fuego.
De repente los murmullos se hicieron más fuertes y hubo exclamaciones de asombro y sorpresa. Con gran esfuerzo, como si su cabeza pesara muchísimo, despegó la vista de la llamita y observó los pies de quienes debían alcanzarla. Allí estaban. Los pies del hombre prohibido se diferenciaban del resto porque eran más finos y ella reprimió un grito. No podía creer que Kauri se encontrase ahí. Una mezcla de temor y de felicidad se apoderó de su cintura, como si hubiera recibido una descarga de energía para ponerse en movimiento.
Sus piernas se apoyaron firmemente en el suelo, aflojó su cadera, enderezó sus hombros y logró mirar a su alrededor. El brujo detuvo sus ojos oscuros e impenetrables en ella. Con un grito, dio la señal para el comienzo de la ceremonia. Dammar volvió a recibir en su cintura la fuerza necesaria que la animó a correr y corrió. Se adentró en el bosque empujada por esa fuerza desconocida y corrió. Escuchó su propia respiración, le latieron los oídos, se le empañó la vista y corrió. La pequeña falda marrón ondeaba y acompañaba el movimiento de sus piernas. Oyó el crujir de las hojas y las ramas que pisaba y no le importó que algunas hojas en forma de agujas se le clavasen en los pies. Solo corría sin pensar en nada más que en su propio miedo que no la dejaba pensar.
Al detenerse un segundo para recuperar el aliento, se dio cuenta de que ella conocía el bosque mejor que nadie y que, en vez de escapar, podía ir al encuentro de Kauri, rastreándolo en el aire y en la tierra como si fuera una fiera en busca de su compañero. Volvió a sentir la descarga de energía, pero esta vez en las caderas. Se volvió fluida, maleable, intensamente viva. El deseo se hizo hermano gemelo del miedo y Dammar corrió otra vez. En su júbilo no percibió una presencia viscosa e invisible que estaba siguiéndola desde el comienzo de la ceremonia.
Cuando llegó a un pequeño claro, la presencia del hombre prohibido la invadió. Él estaba allí, muy cerca, podía olerlo. Entonces, se quedó quieta, como si la eternidad se hubiera detenido en ese instante, sólo para permitirles fundirse en un único ser. Kauri llegó y, exultante, la rodeó con sus brazos, se adueñó y tomó posesión de su espalda. Ella se apoyó rendida en él y sonrió aliviada.
Pero, muy lentamente, de sus pies comenzaron a crecer raíces que no les permitieron moverse. Kauri quiso saber qué pasaba, qué les estaba sucediendo. Dammar sintió que la desesperación y la impotencia la dejaban sin habla y recordó. Recordó la maldición que caía sobre los que se animaban a romper las reglas ceremoniales y no supo cómo pedirle perdón a Kauri, sólo lloró en silencio. Él también lloró y entendió, la abrazó más fuerte y le preguntó por qué no confió en que él iba a lograrlo, en que él la hubiera encontrado sin ninguna duda. Dammar no atinó a responder nada. Sintió que estaba desarmándose, que cada partícula de su piel se estaba transformando en otra piel, más gruesa, más oscura, más poderosa.
La presencia invisible y viscosa pugnó por separarlos, aunque no pudo conseguirlo. En cambio, al tocarlos, sucedió algo asombroso, las lágrimas de ambos amantes se convirtieron en resina color ámbar, como si la madera de sus cuerpos hubiera exudado lágrimas de cristal. La luz de la luna comenzó a reflejarse en esas gotas y Dammar observó maravillada su propio espectáculo. Ya no escuchaba a Kauri, ya no sentía su respiración. Sabía que quedaba poco para que ella tampoco respirase más, pero no sentía ningún temor, sólo una infinita paz.
Sostenida entre las ramas poderosas y cristalinas, empezó a soñar, cerró los ojos y soñó con una mujer que bailaba al ritmo de una música muy parecida a la que ella amaba y en el sueño le pidió que no la olvidase, que los rescatase a ella y a Kauri del olvido, y le contó que ambos se habían transformado en un árbol de cristal. Sin que la música que sonaba en su cabeza desapareciera, en el último segundo antes de desintegrarse e integrarse en el árbol, Dammar percibió un lejano sonido, algo dicho en un idioma que ella no conocía, pero no dudó, su pedido había sido escuchado.
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