La puerta se cerró,
el eco quedó retumbando en su cabeza.
Se dio cuenta que esa había sido la última vez
que aquellos tibios labios besarían los suyos,
nunca más aquellas manos deseosas recorrerían su cuerpo
una y otra vez como si nunca lo hubiesen hecho.
Un pequeño cristal líquido rodó por su blanca mejilla.
Una soledad terrible comenzaba a rasgarle el alma,
había comprendido que la flor que acababa de marchitarse
jamás volvería a florecer.
Estaba consciente de dónde y cómo se hallaba
pero aún así creyó estar en un mal sueño.
Se sentenció así misma,
nadie lloraría su ausencia…ya nada la retenía.
Se levantó.
Cruzó el umbral de su alcoba.
Entró en una ligera oscuridad.
Avanzó lentamente con una determinación,
que sería la última en su mente.
Pero algo la detuvo frente
a la ventana.
Se acercó a ella.
Quería descubrir que es lo que tan súbitamente
la había hecho olvidar su decisión.
Su mirada penetró la oscuridad que
comenzaba a tragarse la ciudad.
Advirtió que el cielo había comenzado a llorar.
Se dio cuenta que lo que la detuvo
había sido el ruido que produce cada pequeña
gota al morir en la techumbre.
Salió.
Avanzó descalza por el suelo húmedo.
De pronto cayó arrodillada,
el viento que jugaba con
su pelo la había arrebatado las
débiles fuerzas que su frágil cuerpo guardaba aún.
Levantó su rostro al cielo.
La lluvia se mezcló con su llanto,
el dolor se hacía infinito.
Lo entendió.
Se había equivocado.
¿Cómo podría sentenciarse si alguien ya lo había hecho
mucho antes?
Sus manos acariciaron el pasto mojado,
el suelo comenzó a atraer su cuerpo,
suavemente,
no había prisa.
El viento dejó de jugar con su cabello.
Su piel palideció aún más.
La sangre, ahora fría, detuvo su camino.
Su corazón perdió el ritmo hasta detenerse definitivamente
¿Ya era su hora o algo la adelantó?
El manto oscuro de la noche ya cubría
la ciudad.
La lluvia continuó.