El Prólogo
Todo estaba tan tranquilo.
Tras el repentino ataque de locura, todo el universo parecía volver a su orden y silenciosa calma original. Sin embargo no había salido ileso de aquél huracán. Estaba dañado, lo sabía muy bien, su mente jamás funcionaría como antes. Volver a ser aceptado podría costar mucho, mucho tiempo e innumerables buenas obras. Con todo, existía la posibilidad de que el plan no funcionase y que jamás le perdonarían. Muchas cosas podían salir mal, las variables eran infernalmente impredecibles en cuanto a sus efectos y todo ello le provocaba un certero punzón en el posterior de su cerebro. Mejor era, por ahora, apagar su mente de todo razonamiento y dejarse llevar por la corriente de los sucesos.
Un golpe seco lo despertó de su languidez. Los haces de luz no respetaban el reino de sombras que Pedro había edificado en aquella celda acolchada para adormecer a sus demonios. El malestar era evidente y el rostro compungido esforzó la mirada hacia aquél que se había atrevido a molestarle.
- ¿Qué quiere?
- Tiene visita.
Y sin pedirle autorización alguna, dos más, muy iguales entre sí, entraron para ayudarle a ponerse de pie y dar los 85 pasos que le conducirían hacia el visitante. No muchos en aquel lugar se dejaban visitar. La mayoría de los residentes estaban cuerdos, pero se hacían los locos porque sabían que al descender a la cotidianeidad de ese sistema llamado sociedad se encontrarían con sorpresas desagradables que los llevarían, irremediablemente, a la locura. Pedro no temía a esto. La verdad es que en su mente, ahora dañada, se edificaba un plan sin precedentes y que cuya justificación era evidente tan sólo para alguien que había vivido las mismas cosas que él… sabía que nadie le comprendería. Pero, aunque trágica, la composición sería bella y adoraba los finales tristes, aquellos que sólo se solucionan con la muerte.
La sala de visitas era horrible, igual que el resto de la construcción. Los ladrillos se asomaban de vez en cuando, donde el yeso no había alcanzado para cubrir. El techo era indivisible: una gruta oscura donde sólo era posible distinguir los dos potentes focos que iluminaban la mesa mal confeccionada, tan añosa que las termitas ya habían terminado de engullir gran parte de ella. Lo sentaron con algo de dificultad, las piernas no querían doblarse.
En aquellos instantes, la incertidumbre lo asaltaba… y no era negra de ojos brillantes, la incertidumbre llamaba a esos tres de blanco, esos tres gigantes de voces profundas (tan profundas como su inconsciente) que le condenaban, la única parte de sí mismo que aún le reprochaba y emitían juicios, duros juicios en contra de su persona ¿Qué no sabían que estaba enfermo y que sus presencias traerían muchos males para todos? Aquello no les importaba, ellos hablaban, hablaban y hablaban, más bien dicho: se indignaban, llevaban las manos a sus cabezas, se lamentaban y luego, con los ojos enormes y que le consumían, lo golpeaban con palabras, le acusaban, le asustaban, hacían que su cuerpo entero se tambaleara y el rebote interminable dentro de los límites de su mente ahogaban, con dolores indescriptibles, cualquier posibilidad de ayuda.
Una mujer se sentó frente a él, resguardada por al menos cuatro robustos funcionarios. Ella era bella: conservaba la mirada apasionada de un adolescente y sus labios aún reservaban suficiente dulzura (también amargura) para muchos más. Pero estaba casada. Era la esposa de Pedro Undurraga y le venía a ver. Era esposa de un loco y su rol le exigía venir… de todos modos, aún sentía algo… algo.
Con la mirada baja, fue ella quien comenzó.
- Pedro, vine a visitarte… el doctor dijo que eras capaz de recordarme… ¿puedes recordarme? ¿no es cierto?
Pedro se mantenía silencioso. Su mirada pasiva y triste estaba posada en aquella frente que tantas noches había besado… en el pelo ondulado y salvajemente negro que tanto le agradaba acariciar… aquella frente y aquella cabellera que ya otros habían poseído antes que él.
- No había podido venir antes, es que tuve que hacer muchas diligencias en la semana, tú sabes… El colegio de los niños, el trabajo… tus hijos te mandan saludos. Tu mamá…
Mi madre murió hace tiempo… ¿crees que no soy capaz de recordarlo? ¿Crees que no sé de quién fue la culpa? Ahora te aprovechas de mi condición de desmemoriado para inventarme una realidad, menos dolorosa, pero salvajemente estúpida. No, querida, no me engañarás… no más.
- Dijo ella que no había podido venir a verte porque estuvo súper enferma, la pobre, y están en cama ahora con medicamentos que le dio el doctor. Él dice que puede que se ponga bien, pero…
Hablas todo con tu serenidad que te caracteriza... tan fría para mentir. Sin embargo, yo noto la verdad tras tus palabras… Eres tan evidente ante mis ojos, querida mía.
Mi hermana ¿recuerdas a mi hermana? (pasó fugazmente sus ojos sobre los de él… una aguja le traspasó el pecho) Bueno, ellas es sicóloga y me dijo que tu caso era muy común, que no tienes de qué preocuparte, y que saldrás pronto, para que te reincorpores a la vida normal.
Undurraga ahora solamente la escuchaba. Desmenuzaba las palabras, les invertían el sentido, las interrogaba…
Te equivocas, amor mío, nada en absoluto será como antes…
Tratas de mantenerte en calma, todo debe de salir como lo tienes planeado ¿cierto? Debes hacer que crea las mentiras que me están diciendo, callar la terrible verdad… tú pecado y mi pecado. Las atrocidades de nuestras vidas ya destrozadas. Jamás, amor mío, jamás caeré en tu farsa. ¿Y sabes que es lo interesante? El final de todo esto. Porque lo sé todo, y sabiéndolo todo sé como acabará esto. ¡Qué historia tan triste, vida mía, que historia más triste. Siempre fui un mal escritor, tu misma me lo has dicho, pero nuestra realidad resultó ser lejos la creación más descarnada imposible de imitar por otros. Somos actores de esta tragedia… Seguiré tu juego… sin que sepas que realmente eres tú quien lo sigue y yo lo manejo.
- Calcula que te dejarán salir un par de meses. ¡Los niños se pusieron tan contentos!
Mis hijos…
- El más entusiasmado era Rodriguito...
Rodrigo… mi hijo… perdóname.
- ¿Supongo que lo recuerdas? ¿cierto?
Mejor calla… cállate por favor.
Puso una hoja de papel, de cuaderno seguramente, doblada en cuatro sobre la mesa. El miedo asomó en el rostro de Pedro. No quiso abrirlo, no deseaba abrirlo. Pilar, al ver que no reaccionaba, desdobló ella misma la carta. “¿Qué es esto, Pilar? Mi hijo no pudo haber escrito esto, él no sabe escribir… Es demasiado pequeño. ¿O sí podía? ¡Dios mío, qué castigo tan horrible y cruel! ¡No quiero leer, no quiero leer!
Undurraga bajó la vista para contemplar esos trazos torpes y rectilíneos, carentes de toda proporción. Lo obligaban los tres gigantes de blanco, que ahora se revolcaban y aceleraban su corazón. Las letras negras decían: TE QUIERO PAPÁ
- ¿Bonito? ¿Verdad? ¡Dime que no te gusta! Tan chiquitito y ya aprendió a escribir. Te está esperando, te está esperando en la casa. Te tiene unos dibujos preciosos, todos tan graciosos... se ha comido toda la comida y juega con su hermana…
- ¡Calla!¡Calla! Deja de torturarme, mi hijo no puede estar haciendo eso, es imposible. Me estás mintiendo otra vez, y de la forma más inhumana y desconsiderada. ¡Maldita! ¡Cómo puedo amarte entonces! ¡No! ¡No!...
Una lágrima le asomó de su ojo izquierdo. Sumido en el más profundo de los desconsuelos, ella se puso de pie para marcharse. Como si estuviera muerto, no atinó siquiera a pestañar. La lágrima caía ahora por su mejilla, esa mejilla que anteriormente su hijo había acariciado, en las interminables jornadas de juegos…
Pedro lloraba.
Mmm… qué tonta. Tonta y malvada.
Rodrigo, mi hijito, está muerto.
Ha Rodriguito… a Rodriguito lo maté yo”.
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