La vereda privada
A las cuatro de la tarde quedaron en encontrarse, Mauricio con el jefe de finanzas de su empresa, en la entrada de la compañía cementera, a fin de solicitar una ampliación del crédito que tenían acordado. El día ─frío, pero con un sol pleno─ invitó a Mauricio a quedarse en la vereda ancha que tiene la avenida Roque Sáenz Peña al 700, mientras esperaba a su compañero de trabajo. Caminaba despacio, meditando el discurso que haría al gerente para obtener la ampliación del crédito. De improviso, se le acercó un señor, que le dijo:
—Aquí, en la vereda, no puede estar, señor.
—¿Cómo? ¿Qué?
—No puede estar en la vereda —ratificó el hombre.
—¿Desde cuándo la vereda no es pública?
El hombre de seguridad, bajando el tono, continuó:
—Lo que pasa, señor, es que a la “señora” no le gusta que haya gente en la vereda cuando está por llegar a la empresa.
Mauricio, con gran delicadeza, aseveró:
—A mí qué carajo me importa que no le guste a la señora. La vereda es pública, ¡¿entiende?!
—Disculpe, señor. Lo invito a que pase al hall; si usted no lo hace, me puede costar el puesto.
Mauricio lo miró con asco y misericordia, se ubicó en el problema del hombre y entró al hall. Cuando llegó el jefe de finanzas, y mientras subían por el ascensor, el recién llegado mostraba los últimos datos económicos de la sociedad, papeles a los que Mauricio no le prestaba la mínima atención.
Luego de unos minutos, fueron recibidos por el gerente, señor muy subidito de tono y con la consabida portación de apellido. El mismo inició la charla:
—Digan, ustedes. ¿Qué los trae por acá?
Pedro, el jefe de finanzas, iba a contestarle, pero se anticipó Mauricio:
—Escúcheme, Borrego, quiero decir, Dorrego, estuve meditando sobre si entraba o no a esta oficina.
Extrañado, el portador dijo:
—¿Que le pasó, Mauricio?
—Voy a revertir la pregunta. ¿Qué les pasa a ustedes? ¿Se compraron la vereda, también? ¿No se puede estar en el espacio público porque a la señora le molesta?
Interrumpió Dorrego:
—Ah, comprendo; pero, no se ponga así. A nosotros nos pasa lo mismo.
—Me pongo peor, y ¿sabe por qué? Aunque estemos viviendo una dictadura de mierda, es inconcebible que personas preparadas como ustedes no vean que, si a la señora le molesta que un transeúnte esté en “su vereda”, significa que, en su “Palacio”, si por una casualidad un viejo se cae en la vereda, lo ametrallan sin más vueltas. Me indigna que la impunidad sea uno de los atributos del que gozan ustedes, queridos amigos. Le voy regalar a la señora una Constitución. ¡No! ¡Mejor, un “Manual de buenas costumbres”!
Asombrado, Dorrego replicó:
—Mire, Mauricio, sus apreciaciones corren por su cuenta. Por otro lado, usted exagera. Tenga en cuenta que la señora vive en constante exposición pública; es razonable tomar estas medidas.
Mauricio dio un golpe en la mesa, se levantó y, mientas se iba, le dijo:
—Métanse el cemento en el culo, y a la señora también. Ah, y, si es posible, el cemento de fragüe rápido.
Bajó por el ascensor, no esperó al hombre de finanzas, se fue directamente a la vereda, encendió un cigarrillo y, desde el cordón de la vereda, empezó a mirar el edificio de diez pisos que acababa de dejar. Dos civiles se le acercaron y uno de ellos le dijo:
—Rajate ya o te meto una bala; somos de la SIDE.
Mauricio se puso blanco, le temblaba el labio superior, transpiraba, empalideció y cayó fulminado.
La autopsia dictaminó “infarto masivo”.
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