TOBÍAS
“Ver la miseria cara a cara”, dijo Tobías. “No hay peor suplicio que ver el dolor ajeno y no poderlo remediar”, concluyó, mientras sus lágrimas recorrían su rostro moreno y sus manos temblaban por la sensación indescifrable que le dejaba la compasión y la impotencia.
Era cierto. Cuatro horas bastaban para que un mundo se desvaneciera y se irguiera otro, olvidado, de tierra y sueños famélicos. La opulencia, el disturbio rutinario de una turba de manifestantes, la autopista envenenada de la furia mundana, el miedo agazapado en cada esquina y el infierno de asfalto se consumían en la escasez existencial hecha de cartones, palos y barro. Allí estaban quienes esperaban una vez al mes el regalo de Dios. Después volvían a cerrarse las puertas invisibles que los excluían del mundo. “Aquí no llega el agua”, dijo Cuca, aquella mujer con quien la mala suerte se había ensañado. Mientras otros se declaraban la guerra por el “oro azul” del siglo XXI, en ese rincón de un mundo consumido por el egoísmo, el agua es una quimera.
¿Era posible tal infamia? Si. Eran las infamias ahogadas en el polvo del tiempo para creer que podemos ser el mundo perfecto que pretendemos.
Se nos va la vida esperando milagros de otros y el milagro nacía de las manos de Tobías. Él no esperó que un fanfarrón, subido al pedestal de la fiebre electoral, le sobara el hombro para ganarse un voto y así aplacar el infierno de aquellos vientres enfermos por el hambre y el destierro.
¿Cuál es el verdadero infierno? ¿Quién lo vive? De seguro Cuca, Mary, Ernestina y otros tantos, soportan las llamas impalpables pero bestiales de un infierno que los enterraba más en la ciénaga de sus pequeñas y glaciales utopías.
“Si no fuera por Don Tobi…”. Y don Tobi no podía evitar desarmarse en lágrimas al ver que su caridad mensual no los exiliaba de aquella calamidad, pero si les regalaba una sonrisa.
La gran ironía de un mundo desquiciado. El hambre y el despilfarro, el olvido y el protagonismo exacerbado, la miseria de la piel y la miseria del alma, el cristal y el cartón, los billones y los céntimos.
Unos cuantos millones no nos vuelven ricos, nos vuelven extraterrestres. Vivimos en el planeta del “no sé”. ¿O sería lo mismo decir no sé en que planeta vivo? Da igual. Con un Tobi más y un político menos, las cosas serían distintas. Pero Tobi también debe sostener a una mujer que llora a su lado y a cuatro hijos que se sienten orgullosos de él. Y Tobi no gana en dólares, ni tiene un sueldo holgado. Lo hace porque cuando se vive en la miseria se la comprende mejor. “Comer las migajas que los otros dejan”, explicaba con los ojos hinchados y rojos; “como no tender esta mano que lustró zapatos para no morirse de hambre…”.
Pero ellos ni eso. La vida es sobrevivir en el silencio y en aquella plétora de carencias. La vida es injusta cuando ven a los hijos proyectarse bajo las sombras de sus propias frustraciones, y cuando el futuro se convierte en el reflejo de un brutal presente. Tobi tiene ganado el cielo y aunque el mundo se mutile y se devore la propia especie en pos de no se cuales delirios místicos y abismales, los “Tobi” sanaran cada herida o simplemente y por un segundo, te acariciarán el alma para rescatarte de tus infiernos íntimos.
En ellos creo, porque tarde o temprano, salvarán al mundo.
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