Empuñó el picaporte y lo hizo girar con suavidad, nada, ni un solo chirrido; caminó despacio hacia el armario que cubría la desconchada pared, blanca en su tiempo, pero ahora manchada de gris por la humedad. Las paredes de la casa se habían tornado oscuras con el tiempo y decidió que había que hacer limpieza de muchas antiguas cosas y pintar de nuevo lo que fuera antaño un hermoso nido.
Trató de contemplarse en el espejo del ropero, pero no había luz suficiente para que este pudiera devolver su imagen; se había bañado y perfumado, se puso entonces su ropa íntima, mientras observaba risueña el descansar de Ismael.
Hoy cumplían quince años de casados, nunca tuvieron hijos, era una pena que él llevaba guardada en lo más hondo y ella siempre se reprochó haber perdido a su único bebé en un mal parto; pero no quería ahora pensar en algo tan doloroso, algo que sucedió hacía tantos años.
Entraba ya el otoño y hacía frío, se puso su bata preferida y fue a la cocina para preparar su sorpresa de aniversario, el café recién molido y el bizcocho de chocolate que a él tanto le gustaba; cada veinte de octubre le despertaba con ese mismo desayuno y después hacían el amor como la primera vez, ella se vestía con una falda azul y calcetines y él la levantaba en sus fuertes brazos como la niña adolescente que era…un gran amor quinceañero que habían hecho revivir siempre.
El despertaría y fingiría un gesto de sorpresa y ella se peinaría sus trenzas para que él las desatara con los dedos…
Llegó con el café caliente al borde de la cama y le besó en la frente, él musitó:
- Claudia…no te vayas con el niño, no te me mueras tú…
Y el espectro de ella desapareció entre las paredes de la habitación antes blanca, dejando, como cada veinte de octubre, un sordo dolor en el pecho de Ismael.
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