FUGA
Cuando uno espera encontrar a su mujer en casa, màs ella no està, y cuando transcurre un lapso considerable y todavìa no aparece, es natural que uno se ponga un poco intranquilo si consideramos tambièn los tiempos que corren. Con todo, es imposible fijar el momento a partir del cual deja de ser ridìculo llamar a la policìa o al hospital màs cercano, y se vuelve temerario no hacerlo. Uno tiene los oìdos aguzados para oír en cualquier momento el crujido de la puerta que se abre, los pasos familiares y presurosos, y las jadeantes disculpas, mientras se quita el abrigo.
Màs aùn tratàndose de Carmen, que siempre habìa sido un poco bohemia en sus costumbres. En cierta ocasiòn habìa olvidado completamente que tenìa que reunirse conmigo y despuès de una hora de espera fui a su departamento y la encontrè acurrucada en un sillòn leyendo un libro de filosofía.
De modo que esa noche no hice màs esfuerzos para encontrarla. Me desvestì y me puse a fumar, sentado en la cama a oscuras. No sè a que hora me dormì, pero cuando despertè y encendì la luz eran las cuatro y veinte. No volvì a apagarla porque entonces ya estaba completamente desvelado y seriamente intranquilo.
Por algùn motivo comencè a recordar aquella noche en que Ricardo nos habìa visitado por primera vez. Era la semana que yo habìa tenido una seria disputa con el banco y recuerdo que yo habìa llegado seriamente preocupado. Carmen saliò a recibirme, con su nuevo vestido verde que recordaba la sedosa corola de los tulipanes.
-Querido, ¿El auto de Ricardo estorba el paso? Se marcha dentro de un momento.
Me besò, escrutàndome con sus penetrantes ojos castaños. Ricardo acababa de levantarse del sillòn y tomaba el cigarrillo que habìa dejado en el cenicero. Tenìa unos treinta y cinco años y era un hombre de mucho mundo, elegante y bien parecido.
-¡Hola! He venido a conocer tu casa, es magnìfica.
-Carmen, ¿Tienes cena para los tres? –Preguntè.
-Ricardo dice que no quiere quedarse a comer.
-No es que no quiera, no puedo – asegurò Ricardo, alisàndose cuidadosamente su cabello rubio – Lo siento mucho, no dejes de invitarme otra vez.
Carmen le clavò una inquisidora mirada.
Antes de retirarse dijo.
-No dejes que Carmen trastorne a los obreros de tu fàbrica con su presencia. Ella sonriò un tanto nerviosa.
-No, no lo harè. Este año los negocios me han estado absorbiendo demasiado, pero no voy a permitir que se conviertan en un obstàculo permanente en nuestra vida matrimonial.
-¡Si yo fuera tù, no lo permitirìa!
De reojo observè que Carmen se sonrojaba.
Cuando Ricardo se habìa marchado me preguntò.
-¿Què dijiste?
-Que no voy a permitir que las cosas sigan como hasta ahora. Sin embargo, querida, tendràs que tener un poco màs de paciencia. No creas que estoy enamorado del trabajo, pronto cambiarà todo.
Esa fue la oportunidad en que estuve màs cerca de contarle la crisis econòmica de la empresa pero no era fàcil hablarle del asunto. Legalmente ella era socia ya que tenìa un pequeño numero de acciones que le rendìa lo suficiente para atender sus gastos personales, pero no parecìa interesarse por la marcha y aceptaba nuestra prosperidad como una cosa natural.
Debì haberme dormido sin darme cuenta, pues me despertaron los golpes que daba alguien en la puerta. Era de dìa, segùn mi reloj, las siete menos veinte y a mi lado nadie habìa dormido, me estremecì cuando toquè la frìa sàbana.
Me asomè por la ventana de la escalera que daba al patio trasero. Solo se veìa un paraguas. Al abrir la ventana el paraguas se moviò y vi que se traba de Juana la mucama.
-Buenos dìas, señor. ¿Se levantò un poco tarde hoy?
-No, usted debe haber venido màs temprano.
-Son las ocho menos veinticinco.
Volvì a mirar el reloj. Se había detenido.
-Enseguida bajo a abrirle.
Crucè la sala, y estaba a punto de entrar en la cocina cuando vi que habìa llegado la correspondencia. Habìa un par de facturas y una carta.
La carta era de Carmen. Rasguè el sobre y la devorè con los ojos.
Decìa asì:
Eduardo:
Lo habitual en estos casos es dejar la carta sobre la mesa de
tocador o sobre la repisa de la chimenea, pero yo huyo de la
vulgaridad hasta cuando es vulgar lo que debo hacer.
Comprendo que al echar esta carta en el buzòn de la esquina,
en lugar de dejarla en casa, quizà te haga pasar una mala
noche......si es que llegas a darte cuenta de que no estoy cuando
llegues.
Me marcho. ¿Te sorprende? ¿Y te importarà de veras?
No soy la mujer que necesitas. Por supuesto, hemos pasado
èpocas felices, pero estas ya se han acabado para los dos,
de modo que no vale la pena que sigamos fingiendo.
Mi presencia solo servìrìa para darte cargos de conciencia y para
Impedir tu libertad.
No me busques.
Con un poco de afecto
Carmen
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Cuando el ulular de las sirenas hizo patente la presencia policial en esa casa, Juana la mucama, contò como habìa esperado que el señor Eduardo le abriera y como de repente, escuchò el estampido de un arma de fuego que la sobresaltò.
Tortuga
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