El viento transgredía las paredes de la casa, los cercos, las ventanas. Como una gigantesca ola de aire iba envolviendo todo, la casa, los árboles, el recorrido de las siluetas en la noche. Ana había dormido mal, sus ojos aún pendían del murmullo nocturno y mientras su cuerpo se extendía entre las sábanas, lamiendo la suavidad del algodón, el gemido de los sauces azotaba el verde de sus ramas. Recordó un rostro que se aferraba entre los sueños, espiando en la espesura de la oscuridad, gritos, voces. Y la mañana la arrancó para engullirla en su morada; después del desayuno, comenzó a regar las plantas en el infinito de su patio. Bajo el sol, su silueta se teñía de rojos, ante el calor que le enardecía la piel. Y casi antes de terminar, notó que una de las planchas superiores del cerco perimetral, había caído al piso. Mil imágenes rondaron por su mente; la fogocidad del viento, algún ladrón, una rama quebrada...
El día prosiguió deprisa, en el trabajo su figura pasó casi inadvertida, ni su jefe se había dignado a saludarla hoy. Y con la calma de siempre terminó su tarea rutinaria, para perderse en los pasillos de la biblioteca. A la salida, el cansancio la llevó hasta su casa con la última nube de su aliento. La noche la volvió a atrapar, bajo los ecos de aire que aún rondaban y sin comer, calló desfallecida sobre la cama.


Dicen los vecinos, que la policía pudo atrapar a los dos delincuentes que desvalijaron su casa; de las huellas dactilares, aún no hubo noticias. Solo leyeron que sus restos, serán velados en la tarde de hoy.

Ana Cecilia.