Mientras la letanía del vivir no cese de rodar, mi mente, mi alma no dejará de evocarla incesantemente, ocupando cada poro de mi piel- Trotski (David)-
Cuando resucité de aquel letargo, mi yacija sentíase henchida de sudores; mis pies, desnudos, se posaron sobre la alfombra de aquella execrable habitación, dirigiéndose hacia una añeja ventana que tiritaba de terror. Observando a través de ella, a través de la nebulosa que embriagaba aquella nonada mañana… la vi… desorganizando la parquedad que pertinazmente había logrado con el transcurso de los años.
Ataviada con un largo manto negro, caminaba meditabunda; la galena aullaba de furia; y yo con mi mezquino atuendo salí en su búsqueda. Logré aprehenderla del brazo izquierdo y… lentamente… muy lentamente… como si el temor de una arcana alevosía llamara a su puerta… se giró, dándose la vuelta. Mi funesta mirada se tropezó con la suya; sus ojos grises azulados ajaron mi alma de una sola cuchillada, haciéndome recordar la ignominia de mi pasado; su efigie, reflejaba la palidez que incluso en su juventud había poblado toda su dermis… una palidez que mostraba que aún sequía teniendo el rostro más tétrico de la ciudad.
Iracundo frente a ella, sus ojos continuaban arrasando los míos, abatiéndome, enterrándome en la más absoluta pusilanimidad. Su piel, pálida, guardaba todavía aquellos años de “la vie Bohème” que compartimos en las aceras del arcaico Londres. ¡Dios! porqué ahora… ahora que la había olvidado… ahora que mi amor hacia ella se había eclipsado… porqué ahora vuelve, extirpándome el corazón, de nuevo, para hacerlo suyo.
El laconismo colmaba mi ser y así, de esta forma, tomé su mano y comenzamos a caminar… Las calles y las horas corrían velozmente tras nuestros pasos, mientras nuestros pensares se clavaban en las losas del suelo londines. El crepúsculo sucumbió, noqueándonos sobre una estigia calzada donde sentados el vino corrompía nuestras gargantas, y allí… allí… absortó y tiznado por el alcohol, mi mano se deslizó entre sus piernas, sinuosamente, mis labios descansaron sobre sus pechos, violentamente, y así… extasiados por la lujuria y por la impúdica libertad que produce la embriaguez, me observé arrancándole su incólume flor.
Vencidos y deshidratados por nuestra sexualidad, tendidos, desalmados, el sueño, enfurecido, triunfó.
Desperté y el amanecer poseía un cierto símil con el día anterior; la calle exhalaba un tartáreo hedor que me producían unas nauseas agonizantes. Sintiéndome desposeído de este mísero mundo, decidí o quizás fue un acto reflejo, quien sabe, mirar de soslayo a mi amada… pero había desaparecido… lo único que sostenía sobre el suelo era… ¡Ay! se que me tomaran por loco pero allí tendido lo único que se encontraba era un esqueleto, el cual era el verdadero artífice de aquel pérfido olor. Cerré los ojos, creyendo que todo era una trágica pesadilla. Los cerré más y más fuerte. Retomé la acción de abrirlos y volví a mirar… el cadáver putrefacto seguía a mi lado… volví a cerrar los ojos y entonces recordé… ¡el cuerpo de mi prometida, diez años después de que yo mismo la asesinase!
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