Variaciones sobre el relato de Daniel Navarro:






Su traje de luces eclipsaba el blanco de la arena en cada paso. Un sudor suave era contenido por su mente, mientras el brioso toro no dejaba de bramar, en un desaforado esfuerzo por triunfar en la contienda. Ambas miradas se habían petrificado en un ir y venir de pulsaciones oculares sin ninguna clase de resolución. Con un enorme gesto, desplegó la capa en una infinidad de rojos que dejaba ver el filo de su espada, mientras el animal embestía sin miedos. Por su mente, las secuencias no cesaban. Una y otra vez los pasos del hombre y de la bestia se repitieron en toda la espesura, donde el murmullo de la gente alentaba su destreza. La primera señal fue un grito de mujer. Lo demás, fue sólo obra del destino. Sintió desazón en un flash que recorría interminablemente esos dos cuerpos entreverados tras vestidores; miedo a perder; soledad ante aquel inmenso corral donde su cuerpo era una diminuta mancha imperceptible. Los gritos lo volvieron a la realidad, mientras un cuerno le entraba velozmente dentro de su hígado. Y aunque el dolor era inexplicable y profundo, con un desgarrador manotazo, pudo clavar la vara de acero en el lomo. El piso se había tiznado de un rojo oscuro que manaba intermitente. Pensó en ella, bajo ese vestido enredado en las manos de su amante, con los ojos entreabiertos de placer; esos mismos que se encarnaban en la mirada del toro moribundo. Su aliento se iba extinguiendo a medida que la tarde se cerraba. Nuevamente la vida se fue cruzando en lánguidas secuencias, mientras alrededor el público iba desapareciendo de su imagen. Sin lugar a dudas había vuelto a ganar a su adversario. Sintió alivio; venganza; tensión; dolor; libertad; calma. Sensaciones que dieron paso a otras, antes de expirar, al verse tendido en el camarín con su mujer agonizando bajo la sangre de su amante.


Ana Cecilia. ©