"Tu azul se diluía dentro de mis días. Te miraba amanecer, como un soplo de cielo abovedado y celoso que ahuyentaba al ciclo de las lunas, esponjosa, reinando la desolación en el espacio de mis ojos, que reían dentro de tu cara. Y te hacías gigante, retumbando en el eco de mis quejas que volvían a ti, como única depositaria. Así te quise, gobernando mis sentidos diluidos en tu rostro, albergando mi piel en el infinito de las sombras, única, etérea, atrapando al mundo en un instante..."
El reloj me despertó furioso, había amanecido; dejé tu carta en la mesita, mientras intentaba levantarme. Hacía calor, los huecos de tu imagen se desbordaban dentro de mí, aún te amaba; habías cubierto la mitad de mi existir con el penoso gesto de la huída, y mi corazón igual tejía tu perdón. Bebí el café de a sorbos, tu aroma se filtraba con el humo; volví a tomar tu carta, era tan bella, podía recorrer cada frase de tu piel con esas letras, sin equivocarme en nada. Seguí soñando entre tus manos que latían a mi par, bañando mi cabello con el sabor de tu figura y me perdí en el recorrido de tus ojos que me llevaban hacia ti. Los chicos interrumpieron la lectura, les hice de comer, mientras soñaba con tus formas; jugué con el recuerdo de tu piel atardeciendo mis sentidos; y Julio llegó con su equipaje de domingo, cansado, rodeando mi cintura en el oscuro abrazo de sus manos. Comimos, la soledad acompañaba mis senderos sin ser vista, cambié los temas de rutina para acomodar la historia, pero siempre estabas allí, como una mariposa instalada en mis mejillas. La tarde se encrespó en un montón de nubes, la tormenta llegaría deprisa; mientras dormían, regresé al refugio de tus letras y sigilosamente me interné en el pasado de tu ausencia. La noche sucedió a mis sensaciones, junto al día y a Julio y a los chicos...
El teléfono sonó, tu voz volvía a susurrar nuestra carta desde la lejanía; y la felicidad encarceló mi rostro que latía entre tus labios, para esbozar el inigualable murmullo de tu nombre: Lucrecia...
Ana Cecilia.
|