Me levanté temprano y aún estaba muy oscuro afuera. Me dirigí a la ventana. Un suave brillo azulado de la luna bañaba mi habitación, y el campo a su alrededor. La lluvia había cesado pero aún había rocío en las hojas de los árboles y en el pasto. El aroma a lluvia impregnó mis pulmones en una bocanada de aire y se disipó en un profundo suspiro de cansancio.
Una violenta brisa entró por la pequeña abertura en la ventana y asomé la cabeza. El aire frío tocó mi piel haciéndome retroceder. Comencé a sentirme más sola que de costumbre, pero ignoré esa sensación, la censuré, como a tantas otras cosas... Sabía que tenía algo que hacer. Estaba dispuesta a terminarlo.
Me vestí con lo primero que encontré sobre mi cama y me arreglé el cabello. El sol estaba por salir y quería pasar desapercibida, así que debía apresurarme. Fui a la cocina y preparé un café. Sabía asqueroso, pero no me importó.
Dejé la casa sin llave. Algo me decía que de todas formas no volvería. Salí afuera y, luego de mirar a mi alrededor, comencé mi corta travesía. Seguí caminando, dubitativamente primero, luego con calma. Odiaba ese olor... tan fresco, tan puro, tan irreal.
A medida que caminaba mis recuerdos danzaban frente a mis ojos como incansables fantasmas de mi pasado, con la intención de acobardarme. No obstante, decidí obviarlos. Prestarles atención sólo los alimentaría.
-Nada me es destructivo si lo destruyo yo primero.
Cada vez me acercaba más y más, hasta creí que podía olerlo. No. Sólo era mi mente engañándome, y así seguí caminando, esta vez, al ritmo de un grillo solitario cantando en las cercanías.
Me detuve. Estaba ahí. Esa vieja casa erguida frente a mí, me colmaba de muchas diferentes sensaciones, la mayoría conocidas ya. Una docena de escalofríos se desataron uno por uno, recorriendo cada centímetro de mi cuerpo.
Con un poco de dificultad, me paré frente a la puerta, pero no golpeé, sino que en su lugar, entré por una ventana entreabierta. El polvo acumulado me hizo toser un par de veces, y ése olor nauseabundo, como a muerte, casi me hizo vomitar. Sin embargo, me negué a hecharme atrás en ese momento. No lo había hecho antes, no lo haría ahora tampoco.
Finalmente llegué arriba y entré a una habitación en perfecta oscuridad, excepto por un tenue brillo proveniente del reflejo de la luna sobre un sucio espejo de marco de plata colgado en la pared. Y lo vi. Su sombra, ahí sólo, durmiendo.
Tanteé los bolsillos de mis pantalones bruscamente buscando mi arma: un cuchillo fiel, testigo de toda la sangre derramada a través del tiempo. Testigo de justicia, ira, lágrimas.
Por alguna razón me sentí rara, a pesar de que lo había hecho varias veces. Pero tenía que terminarlo y eso era más importante que cualquier inquietud.
Lo encontré. Lo empuñé con fuerza, respirando profundamente y me acerqué a su inerte figura. Verlo postrado como un costal de verduras me llenaba de ira, por alguna razón.
Paso por paso, sigilosamente, lista para cualquier desafío, llegué a su silla. Levantando mi cuchillo lo volteé y lo apuñalé en la pierna. Se despertó entre gritos perezosos y bostezos hasta que su adormecimiento se esfumó y me miró con los ojos apenas abiertos y una indiferencia imposible de ocultar.
Volvió al silencio y se concentró en mí. Las palabras no salían de su boca así que lo apuñalé de nuevo y, para mi sorpresa, no intentó defenderse.
Mi ira y confusión crecían y se expandían a medida que observaba su reacción, o mejor dicho, su inactividad.
Una vez más, desafiante, hundí el cuchillo en su pecho, pero no lo suficientemente profundo como para matarlo. Quería una respuesta antes de que muriera, un grito de dolor, una mirada desamparada, algo; por insignificante que fuera. Algo que acreditara mi tarea y alimentara mi ego, que apagara mi sed.
-¡Maldición!- dije –¡di algo, por el amor de Dios!-. Me sentía frustrada y desconcertada como nunca antes. Nada pasó.
Entonces lo entendí.
Todos estos años, todo este dolor, muerte e ira, ¿y? ¿Para qué?
En ese momento me di cuenta de que había pasado casi mi vida entera pensando que estaba condenando a la gente a la muerte y, en realidad, los estaba liberando del dolor de vivir. Una emancipación que el ser humano pide a gritos, gritos silenciados por la cobardía que hincha sus almas.
Ese hombre frente a mí anhelaba la muerte, su destierro, y lo que es más, me mostró nuestra patética realidad: todos lo hacemos.
Todo comenzó a darme vueltas y vueltas, y sentí náuseas otra vez, aturdida y confundida.
-¡Todo este tiempo perdido! ¡Todo este esfuerzo! ¡Mierda!- era todo en lo que podía pensar, “mierda”.
Me ausenté de mi mente y me concentré otra vez en aquel hombre, el que había tratado de matar antes sin éxito. Ese fracaso en tiempos anteriores solía llenarme de miedos, pero ahora sabía cuál era mi destino, mi real deber, y ése antiguo fracaso era compatible con mi nueva tarea.
Tomé una botella de alcohol de las estanterías a mi alrededor y curé sus heridas. Sólo entonces pareció quejarse.
-Tengo un mejor castigo para ti– sostuve, y dejé la habitación. Bajé las escaleras y miré mi cuchillo:
-No tienes la culpa, mi amor.
Fui a la ventana. La suciedad del cristal impedía que los primeros rayos de sol entraran y esbocé una sonrisa.
Mis manos estaban llenas de sangre así que las lavé y limpié el cuchillo con una paz que hasta llegó a doler. La sangre de otros ya no me satisfacía más. Ya no alimentaba mi espíritu ni llenaba mi vacío. Ya no elevaba mi alma al cielo ni me hacía volar en un delirio de completa lujuria. Yo, simplemente, ya no era capaz de concebir placeres en absoluto.
Toda esa situación, amenazando con tirar abajo todo, me desequilibró por completo. Un par de lágrimas cayeron de mis ojos y me desplomé abatida en un sofá descosido a llorar.
Exhausta, tomé mi cuchillo y lo enterré en mi pecho pensando que el infierno no es un lugar, sino una sensación, y que toda esa sangre derramada sobre el hombre, sobre mí, es sólo una mancha de libertad.
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