Estaba sentado frente a la computadora, como todas las noches, antes de acostarme a leer, cuando ella se paró frente a mí y me dijo: “No sé cómo decirlo…”. Solo hazlo, le increpé, sin apartar los ojos del monitor, al mismo tiempo que lanzaba una bocanada de humo. “Ya no soy virgen”, me respondió al fin de varias insinuaciones sin sentido. Yo seguí tecleando como si no hubiese escuchado nada. De pronto, me quedé inmóvil - tal vez pensativo - ante las ideas que deseaba escribir, pero que se negaban a ser paridas. Ella seguía junto a mi, inmóvil, callada y en espera de esa dichosa reacción que deseaba provocar con sus innecesarios comentarios.
Una lluvia de imágenes, que parecían estar huyendo del silencio de la habitación, me invadió con insistencia la parte izquierda de la cabeza> Más que necesidad, me urgio la necedad de traducirlas en palabras. Empecé a teclear los indicios de lo que sería la gran frase que daría vida a mi obra universal, el emporio de un clásico antonomasico... pero no terminé ni una línea. Esta brillante mente que se han de comer los estudiosos de la nueva era, se bloqueó al sentir la presión de sus inquisitivos ojos sobre mi indefensa nuca.
Y, ¿por qué tenías miedo de decírmelo?, le pregunté de golpe, como si hubiese estado reflexionando mi respuesta, para adornarla con las palabras más decentes que se me pudieran ocurrir. Pero, la verdad es que la afonía del momento me estaba desesperando y alguien tenía que romper la envolvente tensión que cernía su lugubre mano sobre nosotros y que, de un momento a otro, provocaría que nos golpeáramos con las cabezas en las sillas. “No lo sé", susurró. "Creo que, por alguna extraña razón, te lo debía”. Las palabras que escuché me las tragué como venían, con un tono de serenidad tan suyo– y de mucho alivio para mí, debo decir, ya que no me gusta la violencia; no es saludable, según mi doctor-, y no pude evitar levantar las cejas. Voltee hacia ella, cruzándome de brazos y levantando mis cejas, para espertarle con sorna: ¿Me lo debías? ¿En serio? Me halagás. Ella bajó la mirada buscando perderse en los huecos infinitos, pero diminutos, del suelo, para ocultar la vergüenza que le estaban causando mis palabras, que, a lo lejos, sonaban a lo que eran: burla. No me lo tomés a mal. No creo merecer este homenaje, dije tratando de no embarrar más la situación y proseguí: Apenas nos conocemos hace tres años. Creo que nunca te he dado ni las alegrías necesarias, ni las penas suficientes para que me dediqués tal deuda...
Ella me vio a la cara, con un brillo asesino en sus ojos que, en ese momento, vestían aureolas de fuego manándole de las pupilas, signos irrefutables de alguna metida de pata sin solución a corto plazo. Traté de actuar rápido, para evitar desgracias futuras - sobretodo, pensando en mi bienestar corporal - y le dije: Gracias. En verdad, nadie había hecho algo así de especial por mí. Dicho esto, apagué el cigarrillo, que ya llevaba algún tiempo sin sorber, y me levanté, dirigiéndome hacia la ventana que daba vista hacia la calle central del Bulevar. Ella seguía todos mis pasos con la vista.
De pronto, la oí suspirar, caminar hacia el sofá y echarse a llorar. Yo me quedé frente al vidrio, empañandolo con mi aliento a ron, hasta que ella se durmió. La ciudad estaba siendo tragada por la noche y nosotros volvimos a guardar silencio. |