Sus manos temblaban en un haz de luces que cubrían el sudor agitado, dentro de su cuerpo. Con el torso estirado hacia el techo y sus piernas escarbando la superficie, Juan tomó una decisión. Su mente había tramado y destramado los hilos durante un largo tiempo, hasta que decidió el desenlace. Con sus dedos recorrió el vello áspero de la soga, manejando las formas a su antojo, hasta que el nudo estuvo hecho a la perfección. Había obtenido una afinada magia para lograr su cometido y después de comprobar el recorrido de la cuerda en toda su extensión, comenzó el rezo. Pidió por sus hijos, mujer y padres, mientras su cuerpo se crispaba en innumerables posiciones, garabateando con los pies la loza blanca. Miró al cielorraso como una última súplica, que lo hizo dudar unos instantes, pero la soga aún seguía pendiendo del hierro incrustado sobre el ventiluz. Cerró los ojos, apretó sus maxilares con fuerza, para aplacar tanto sufrimiento y se lanzó al vacío. Un hueco se abrió en el límite de su ingenuidad que lo llevó dentro; su piel ardía en el infierno de la oscuridad, envuelta en un jadear de adrenalina. Y al instante, el estruendo sacudió todo su ser; el alma al fin ascendería como un ruego infinito hacia los que había dejado: - ¿Dónde estaré ahora? – se preguntaba-
- ¿Quién vendrá a mí en este paso?
Y las dudas se alternaban con el miedo, en un sinfín de sueños mal tejidos.
La puerta del baño se abrió, su mujer junto a los chicos habían llegado. El rostro de ella lo hizo volver a la realidad, mientras tendido en la bañera con el cuerpo dolorido, yacía bajo la reja y los escombros.
Ana Cecilia.
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