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Cuentan que era el mejor poeta del mundo; que bajo ese aspecto osco y lúgubre se escondía la pluma más merecida de honores que jamás se haya conocido. Al parecer, sus versos resonaban en el viento como canto celestial caído directamente del cielo con el rocío, que cada noche, antes de que el sol le descubriera, bañaba la fina hierba dejándola empapada de lágrimas congeladas.
De la exquisitez de sus poemas es una cuestión que buenamente dejo en el libre albedrío y opinión de aquellos que hayan gozado de alguna, por breve que fuera, audición de éstos: Privilegio del que pocos, me consta, puedan jactarse. Pero cuando solo se sabe de alguien aquellas cosas que han perdurado a través de los tiempos, es de inquietante consideración preguntarse en qué punto acaba la leyenda y empieza la realidad.
No es esta una historia que muestre ninguno de sus trabajos, pues ninguno perdura en estos días donde la belleza es un concepto muy diferente de lo que se consideraba en aquéllos. Pero hay un relato, cuanto menos hermoso, digno de ser contado allá donde nuestras palabras puedan ser oídas, pues pocas cosas quedan ya que contar de tanta magnificencia y virtud como lo que me dispongo a relatar.

En verdad, pocas cosas se saben cuando comienzan y cuando acaban, en el lugar de acción concreto y en el tiempo ideal; y esta historia no será menos. Pongamos por caso una noche, como tantas otras, de una primavera, como tantas otras, en algún lugar recóndito de la imaginación del lector donde hace mucho mucho tiempo existía un bosque hermoso. Cuántos misterios se guardaron allí a lo largo de los años nadie lo sabe, pero algo pasaba cada noche. Y es que en algún lugar perdido de este bosque habitaba el ser más bohemio que nadie haya conocido. Cuando el clima lo permitía, no pasaba una noche en la que “El poeta”, nombre que se ganó sin duda alguna y que ha perdurado a lo largo del tiempo, salía cada noche a su tejado a escudriñar detenidamente el firmamento y a llenar renglones y renglones de versos compuestos para un solo fin: Las estrellas, según decía, las más bellas de toda la bóveda celeste. Hecho éste que era suficiente para causar a la Luna un celo iracundo.
A ésta no le gustaba que El poeta dedicara la gran mayoría de sus poemas a las estrellas y por ello desde siempre había intentado coger su brillo para parecerse a ellas lo más que pudiera. E incluso pidiéndole al sol que cada noche la alumbrara, nunca lo consiguió. La envidia le corroía, sin duda. Y más si cada noche el poeta escribía versos para las estrellas. Como digo, éste pensaba que nada más bello podía haber ni en el cielo ni en la Tierra y es por eso que todas las noches con la salida del primer puntito de luz y antes de que el Sol acabara su primer turno de trabajo, se subía al tejado de su pequeña casita de madera y escribía. Durante el día también lo hacía para todas las criaturas y elementos de la Tierra: Viento, montañas, ríos, pájaros, ardillas... todo era objeto de poesía para él y así lo plasmaba con sus manos. Por supuesto, muchas líneas tenía dedicadas a la Luna, pero a ésta, ensimismada en su vanidad absoluta, no le bastaba, pues su arte lo dedicaba muy en especial a sus eternas, que no recíprocas, rivales. ¡Oh!, le encantaba mirarlas hasta que el sueño le podía, que venía siendo siempre cerca del amanecer. Su vida la dedicaba a ellas por completo y también a su poesía. "No puede haber nada más hermoso en ningún otro sitio" -pensaba siempre-.
Así pasaban horas, días, semanas, meses, años… pero un día El poeta vio algo que lo dejó sin habla. Increíblemente, vio algo mucho más hermoso que todos esos puntitos de luz que allí arriba bailaban cada noche al son del viento creador de la bella melodía que suscitaba la danza de las hojas de los árboles. No era una estrella, o al menos no estaba donde las demás. Era algo en lo que él nunca se había parado a pensar a pesar de su inevitable condición de hombre. Pero ahora, sin saber cómo ni por qué, paseaba por su bosque recogiendo setas e hiervas que guardaba cuidadosamente en un cesto de mimbre que llevaba colgado del brazo.
Efectivamente, aquel ser era una mujer: Pelo largo y moreno, tez del mismo color, rostro precioso, flamante cuerpo, labios rojos cuales rosas y ojos brillantes como... ¡sí!, como las mismas estrellas. Así era aquella muchacha que un día vio andando por el bosque. Nunca la había visto pasear por estos lugares, pues si así hubiera sido, de seguro estaba que sus versos haría tiempo que no hubieran estado dedicados casi en exclusiva a las estrellas. Se sentía incapaz desde aquel momento de escribirle a algo que no fuera ella, pues bien sabía Dios, si éste anduviera por ahí, que algo tan bonito y hermoso tenía que ser objeto de canciones y versos. Y es que El poeta no podía traicionar a sus sentidos escribiendo para las estrellas, pues ellas ahora ya no eran las más bellas. "Es la hermosura personificada" -se dijo-.
Y sin más pensamiento que éste, le habló pidiéndole que le acompañara a su casa para poder escribir entre la tranquilidad que su morada les brindaría mientras la observaba. Pero la muchacha, ávida en lo que en cuestiones de hombres respectaba, no habría de fiarse de él. Muchos eran los que habían intentado engatusarla y evidentemente pensó que éste, al que no había visto en su vida, no iba a ser menos.
- Jajajaja... Está bien que no te fíes de los desconocidos, pero si no quieres venir a mi casa quedemos en algún lugar, elígelo tú. Me siento con el deber de versificar tu belleza. Siento que es mi cometido...
Después de esbozar una sonrisa en sus labios, la muchacha decidió el lugar: . Y sin más palabras que aquellas siguió su camino.
El poeta quedó allí, parado, estupefacto ideando un plan para conseguirlo mientras contemplaba la figura de aquella mujer alejándose con el contoneo de diosa que se celebraba en sus caderas.
Perplejo, no sabía qué pensar o qué decir ante aquella proposición, que a priori le pareciera tan inalcanzable y descabellada. Pero de pronto, un buen día, ideó algo. Sabía que no le sería fácil, pues aunque tenía muchos y muy buenos amigos por ahí que estarían dispuestos a tenderles sus más preciados favores en caso de necesidad, seguía siendo una empresa demasiado difícil. Pero tenía que intentarlo.
Lo primero que haría El poeta sería hablar con el viento. ¡Sí!, cuántas noches se había pasado hablando con él mientras escribía sentado en su tejado iluminado por la tenue luz de la Luna. Aun así, el viento le dijo que él no podía hacer nada, que no les podría subir tan alto, pues la atmósfera no le dejaría salir de la Tierra. No obstante, vería que podía hacer.
El viento habló con las montañas, muy altas sin duda, pero éstas le dijeron que lo máximo que podían hacer era hablar con las nubes que son más altas que ellas y, dicho sea de paso, mucho más cómodas. Y así lo hicieron, pero las nubes tampoco podían hacer nada: .
Y tenían mucha razón. Pero había algo que sí podían hacer, y era hablar con el Sol. Ya lo habían hecho muchas otras veces: Concretamente siempre que lo tapaban. Entonces, viendo que nadie podría subirlos hasta allí, le preguntaron que si él con su luz podría proyectar un retrato de la muchacha sobre aquella cara oculta de la Luna, de tal forma que ésta permitiera que la chiquilla lo viera durante un minuto y se convenciera de que El poeta era de fiar.
- Necesitaré un retrato suyo>> -dijo el Sol convencido-.
Se lo comentaron al poeta, y éste le pidió el favor al único amigo que tenía en el pueblo más cercano, de donde seguro provendría la causante de sus desvelos. Más de vocación que de oficio, su amigo era pintor y gustoso pintaría el rostro más hermoso que había visto jamás según la propia descripción del poeta. "Un rostro perfecto, sin duda" -pensó-. Sin nada a cambio le dio aquel retrato al poeta, quien se lo agradeció enormemente. En menos que canta el gallo, el retrato ya estaba en poder del Sol para plasmarlo sobre la Luna con sus rayos de oro, pero ésta, para sorpresa de todos, se negó. Sentía envidia de que una simple humana fuera mucho más hermosa no sólo que ella, sino que las mimas estrellas, que ya la superaban, a su vez, en belleza. Se negó, pues, rotundamente y todos quedaron desolados.
Y así sucedió, que tal vez por alguna casualidad pertinente de la vida o tal vez no, un halcón que volaba por allí ofreció una solución: . Nadie sabía a que se refería, pero daba igual. Pidió entonces el retrato de la hermosa mujer y sin más tardanza se lo dieron.
- Justo al caer la noche mira al cielo: Te aguarda una sorpresa>> -le dijo al poeta-.
Y así fue, que justo después de que el atardecer tiñera el cielo con las primeras estrellas, la Aurora empezó a surgir entre las montañas; allá en lo alto. Todo el mundo conocía la hermosura de sus colores, pero a nadie se le ocurrió pensar en ella. Cada cierto tiempo el cielo se vestía con sus mejores galas, y es así como nacía este fenómeno tan peculiar como hermoso. Aunque aún no era su época, el halcón la convenció para que saliera, y como a ella no le hace falta mucho para presumir, así lo hizo aquella noche grabando en sus colores el rostro de aquella muchacha. Cuando ésta vio aquel espectáculo, no dudó ni un segundo en ir a visitar al poeta, viendo que aunque no había conseguido llevarla a la cara oculta de la Luna, y aunque todo el mundo podía ver su rostro entre los colores del cielo marginando así su anonimato, aquello habría supuesto un enorme esfuerzo simplemente por querer hacer una poesía sobre ella.

El poeta estaba como de costumbre en el tejado de su casa, con su papel y su pluma habitual escribiendo mientras observaba el firmamento. Cuando la vio llegar disimuló como pudo la emoción. "Ha funcionado" -pensó-.
- Puedes subir si quieres por las escaleras de atrás de la casa. Ten cuidado, ellas sí que no son muy de fiar -le dijo sin dejar de mirar al cielo, pensativo, esbozando en sus labios una casi inapreciable sonrisa.
La muchacha obedeció y al momento estaba sentada a su lado preguntándole como lo había conseguido: -pensaba.
- Tengo muchos y muy buenos amigos -dijo sin dejar de mirar el cielo y conteniendo la respiración y el pulso.
- Bueno, pues muchas gracias. Es precioso –le dijo ya con un tono más calmado-. Disfrutemos de esto juntos –se sonrojó.
- De acuerdo – dijo el poeta presuroso mientras dirigía su mirada a los ojos de la muchacha emocionada.
- Espero que no te importe -dijo la muchacha mientras apoyaba su cabeza en el hombro derecho del poeta.
- No...no... claro que no -dejó su papel y su pluma de lado, en los que había fingido escribir algo mientras miraba el cielo para no mostrarse nervioso, y la rodeó con su brazo derecho.

El halcón se posó en la chimenea que quedaba a sus espaldas. Sin dejar de abrazarla, él se giró y le guiñó un ojo en muestra de su agradecimiento. Si más, echó a volar atravesando la imagen que en el cielo no cesaba de alumbrar sus rostros haciendo de su figura no más que una diminuta silueta de alas abiertas que escrutaba el cielo de punta a punta veloz como el viento. Ambos, pues, quedaron quietos, allí, pasmados mirando el firmamento y sus colores.
-pensó para sí mismo mientras se agudizó la sonrisa en sus labios.
- Sí -contestó ella.
No se inmutó ante tal contestación. Le daba igual. Al fin y al cabo si él era capaz de hablar cada noche con el viento y de poner en jaque a toda la naturaleza para conseguir el magnífico espectáculo que estaban viendo, ¿qué más daba que ella supiera leer la mente?
Al final, quedaron allí pasmados hasta que acabó el derroche de luz y color, que duró casi toda la noche. Del amanecer... mejor no hablar: Al fin y al cabo esto es un cuento.
Lo que importa es que de nuevo una leyenda se había forjado.

Texto agregado el 26-10-2005, y leído por 110 visitantes. (1 voto)


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