“Yo soy yo y mi subconsciente”, pensé, parodiando a Ortega.
Estaba exultante, porque comprendía que al fin lo había logrado, pero a la vez aceptaba que la magnífica creación (disculpen la inmodestia) no era obra de mi costado más racional.
Me había despertado con él, que no era un hombre (por suerte, ya que no soy gay) sino un nombre (ya ven la diferencia que puede hacer una letra): un título, en realidad.
Un título muy especial, que emplearía… ya verán cómo, permítanme relatar antes las circunstancias que me llevaron hasta allí, para mejor comprensión de vuestras mercedes.
Desde que me registré en la comunidad había soñado con obtener un disco de platino iridiado, distinción que se alcanzaba logrando escribir algo que atrajera un mínimo de 3333 lectores ó 555 votos, todos *****, lo que sucediera primero.
Eché mano a todo tipo de artimañas y zalamerías. No os lo voy a contar en detalle a vosotros, maestros del anzuelo, artistas del cebo, reyes del artilugio…
Sería como querer enseñarle al padre a ser hijo.
Hice, pues, lo que ya bien sabéis, con constancia y esmero, a lo largo de meses y años. Y nada, ni cerca.
Ya me invadía la desazón cuando mi mente matemática, habituada a lo estocástico y a lo aleatorio (que viene a ser lo mismo, pero me gusta cómo suena), me hizo comprender que mucho más difícil aún sería lograr lo contrario del éxito.
¿Cómo fracasar de manera en verdad estrepitosa, colosal, épica?
No sería fácil con tantos competidores que parecen andar en lo mismo… (Es una chanza, que nadie se ofenda).
La solución tenía que venir por el lado del título, sin duda: porque mi meta… (Os doy tiempo para sentaros si estáis parados, aunque no lo creo) mi meta, decía… ¡era lograr 0-0-0!, que no es un enroque largo, sino cero lectores, cero votos y cero comentarios.
CERO: “lav”, como dicen estos brutos sajones que viven en las islas…
Bien, continúo: el título que me había regalado la almohada era en verdad repugnante, asqueroso, abominable. Provocaba tal rechazo que, si ahora lo revelara (no os asustéis, no lo haré) lo más probable sería que fuerais a parar de culo al suelo.
Hablando de islas y sajones creo un deber anticiparos, para no alimentar falsas expectativas, que esta historia no tiene lo que aquella gente llama un “japi en”, lo que no fue óbice para que este servidor, como protagonista que fue de ella, disfrutara a mares.
Porque durante un maravilloso período en que me sentí un ser totalmente “realizado”, como se decía antes, tuve esa composición para mí sólo, cual amante celoso.
Os parecerá extraño, pero me enamoré de ella: era vulgar (ya sabéis, como lo que acostumbro escribir…); lo único que la distinguía era ese título execrable, pero para mí era diferente, singular, distinta.
La historia se transformó en mujer, y el título en muralla ciega; celosía de serrallo; cinturón de castidad de mi amada.
Dejé de escribir: sé que muchos lo atribuyeron a una toma de conciencia acerca de mi escaso talento, pero se equivocaron. No con lo del talento, que en eso estuvieron acertados, sino con mis razones íntimas.
Lo hice porque Yamiläh (así la bauticé, porque significa “hermosa”) me atraía como la miel a las moscas (ya sé, también las atrae la mierda, pero comprended que no quedaría bien decirlo) y quería pasar todo el tiempo en su compañía, aunque jamás tuve acceso carnal a ella, lo aclaro.
Ese fue uno de los motivos. El otro se vinculaba con el temor de “levantar la perdiz”: cuanto menos apareciera por el “Home” menos peligro habría de llamar la atención.
Todo era hermoso, radiante, único, pero un día… un día gris, lluvioso, triste (no lo podría asegurar, pero no me extrañaría que hubiera sido lunes) la encontré mancillada.
Como si mi dolor no fuera suficiente el tío me humillaba con una nota que dejó clavada en la mesa de noche:
“¡Excelente, realmente la he gozado, mis estrellas!
051026
|