Eleonora... Eleonora... Deseé por primera vez morir en ese mismo instante, para conservar conmigo aquel momento de felicidad y que nunca desapareciera, ni ensuciara con algún triste momento. Te tenía junto a mi lado y me dijiste que me amabas. Las palabras desaparecían de mi conocimiento, pero no me importaba, las palabras estaban de más. Deseé ser mudo, ciego y sordo. Tú serías mi voz al cantar, los ojos que guiarían mis pasos y mis oídos... los oídos que sólo me harían escuchar cuando necesitaba saber cuánto me querías.
El ritmo de tu acelerado corazón era música, tu aliento era el aire que siempre he ansiado respirar. Respirar y respirar hasta embriagarme de tu aliento y así, seguir ebrio hasta que mi cuerpo no pudiera resistir más. Morir de embriaguez una y otra vez hasta que el tiempo de la tierra se acabase.
Tus labios se convirtieron en mi religión, en mi única fe en el mundo y yo, era tu sacerdote y eterno guardián.
El aliento se me iba, la furia de mi corazón encerrado en su jaula de pobres y a la vez nobles huesos, se sosegaba. De mis ojos cayó una lágrima y de los tuyos ¡Ay de tus esmeraldas! Murió una estrella, una estrella que cayó recorriendo el firmamento de porcelana de tu rostro y hasta morir en tu pecho.
La besé y dejé de pensar... ya estaba todo demasiado claro para mí. Los máximos misterios del mundo están ya escritos en tu pura alma.