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Madre de mis cinco años

Quizás sea la brisa que trae las palabras del ayer y las hace enredarse en mi pelo, o tal vez el dulce aroma de estas flores acariciando mi piel; o simplemente sea yo inmersa en esta paz enfrentando mis temores y queriendo recordar.

Fue la madrugada de un 05 de Agosto de 1982 cuando ella, mi madre, partió de mi lado rumbo a España.

En realidad no importa mucho el lugar al que se fue comparado con el inmenso vacío que aquí me dejó.

Aun recuerdo mi mano en sus manos y sus besos en mi frente, sin duda un momento cálido entre madre e hija que en ese entonces solo fue la firma a un pacto de abandono.

En aquel tiempo ya estaba en el colegio, y con solo seis años en la mochila las cosas no se ven ni se entienden como hoy, aunque a decir verdad aun no las entiendo.

Mi madre y yo éramos las únicas integrantes de una familia que nunca estuvo completa, ya que mi padre emigró de nuestras vidas en el ´76, un poco antes de que yo naciera por motivos que nunca nadie me supo explicar.

La ausencia de él no me duele, debe ser porque no lo conocí; aunque una vez vi una foto que mi madre dejó caer de su mano al dormirse en un sofá.

Esa foto la conservo hoy en día por curiosidad, o simplemente por las ganas de querer tenerla sin razón alguna.

En casa estaba prohibido decir Guillermo, y ahora que ya soy una mujer lo entiendo… ella solo quería olvidar; aunque lamentablemente y como una mala coincidencia de la vida mi abuelo, que vivía con nosotras, también se llamaba Guillermo.

Hoy es Abril del 2001, y a mis 24 años de edad solo conservo la foto de mi padre y el nombre de mi madre, ya que mientras estaba en su vientre decidió llamarme Angélica al igual que ella.

Fue por esos días pero hace cinco años atrás cuando volví a saber de ella una tarde como esta al volver del trabajo. Recuerdo que Cecilia, mi vecina y gran amiga, me estaba esperando con un sobre en su mano, era blanco y con ribetes azules; lo abrí y leímos juntas, ahí mismo, en la calle.

La carta era de mi tía Elsa, que en diez años sólo me escribió una vez, y me acordaba muy bien porque fue un 27 de Enero para el día de mi santo.

Era una señora muy buena gente aunque bastante mal genio para decir verdad. Con ella pasé mi infancia luego que mi madre partiera de mi lado.

Nunca voy a olvidar lo que sentí al leer esa carta, y es que esas líneas me decían que mi madre regresaba a Chile porque quería reencontrarse conmigo.

No hubo palabras para ese momento, solo un largo y profundo silencio que se veía interrumpido por una hoja de papel que se arrugaba entre mis manos.

Entré a casa y ahí me quedé sentada, incrédula y nerviosa sin saber qué pensar…qué sentir.

Entonces recordé cuando cumplí cinco años, ese día fue maravilloso, mi mamá me hizo una torta grande y linda con mi nombre escrito en chocolate.

Fue el cumpleaños más hermoso de mi vida, ese de los cinco años; esa mañana me despertó con un regalo envuelto en papel rojo y en su interior, un vestido rosado con cuello blanco.

Ese día mi madre me dijo “Feliz Cumpleaños” y me abrazó como una madre abrazaría a su hija en el día de su cumpleaños.

Yo me aferré a su espalda sintiéndome protegida y feliz, sintiéndola mía.

Fueron mis cinco años, sin duda el año más hermoso que recuerde junto a ella.

Olvidaba que ese día, Enrique, mi tío; nos tomó una foto, la única que tengo junto a ella, que está guardada en el cajón del velador; y que no llevo conmigo para que no se arrugue.

Pero también tengo el frío recuerdo de cuando ella partió de mi lado un poco después de todo eso. Llevaba una maleta gris con las iniciales G.R.A., Guillermo Rojas Arancivia quien debió ser mi padre.

Una maleta que si bien era pequeña, alcanzaban cómodamente todos mis sueños e ilusiones.

Ese día lloré, lloré hasta dormirme en los brazos de nadie..

Hoy puedo recordar con tranquilidad, con la paz que me han dado los años, que me da este lugar; que me da la brisa que ahora acaricia mi pelo.

Desde el día en que leí la carta pasaron tres semanas hasta que finalmente me decidí en llamar a mi tía Elsa. Recuerdo que le pedí a Cecilia que me acompañara, porque la verdad no estaba segura de qué le iba a decir.

En la conversación que tuvimos por teléfono le dije algo así como: “Sí, dígale que sí quiero verla”.

Entonces acordamos la fecha en que nos volveríamos a encontrar. Mi madre llegaría al terminal de Valparaíso a eso de las 16:00 horas de aquel 20 de Junio de 1996.

La verdad no sé cuando colgué ni recuerdo lo último que dije; solo supe que había hecho un compromiso para reunirme con la mujer que hace 14 años atrás me había hecho una hermosa torta de cumpleaños.

El día señalado se acercaba y yo cada vez estaba más nerviosa; solo el cumpleaños de la tía Nancy, mamá de Cecilia, sirvió para distraer mi atención la primera semana de Junio.

No sabía qué le iba a decir o cómo saludarla… ¿le daría la mano?, ¿un beso?, ¿señora?, ¿mamá?, ¿qué hace aquí?, ¿a qué viene?, ¿por qué no me preguntó si me quería quedar sola?

Tenía miedo de volver a sufrir, de volver a perder…de volver a caer.

La noche del primero de Junio tomé la foto del velador, esa que no sacaba para que no se me arrugara. La miré interminablemente buscando el sentimiento que ese día me unió a mi madre. Traté de cerrar los ojos y volver a sentir su barbilla en mi cabeza y sus manos sobre mis hombros como en aquel día.

Quería encontrar la fortaleza que no tenía y el impulso necesario para estar nuevamente frente a ella.

Ya en el día fijado para la cita y cuando el reloj marcaba las quince treinta de la tarde Cecilia pasó por mí y me dijo: “si no quieres no vamos a ninguna parte”, y antes de que yo pudiera decir media palabra ya íbamos rumbo al terminal en un colectivo de la línea seis.

Bajamos en la esquina de Yungay con Rawson, fue entonces cuando un hielo me recorrió por completo al darme cuenta de lo que estaba a minutos de suceder.

Entramos al terminal y nos sentamos en el andén número cuatro, tal como acordamos con mi tía unos días antes.

Luego de unos minutos se asomó el bus de las cuatro de la tarde, y mientras se acercaba era como un monstruo gigante que me paralizaba y hacía sentir pequeña, tan pequeña que ya no podía hablar ni coordinar mis pasos.

Comenzó a bajar la gente, las personas desfilaban frente a mis ojos mientras las manos de Cecilia se fundían con las mías a la espera de mi madre.

Luego de unos minutos, que debieron ser dos o tres, ya nadie más bajo del bus; nadie más.

El rodoviario se llenaba de gente y el bus de las cuatro se quedaba completamente vacío.

Recuerdo muy bien que sentí una extraña sensación de alivio y frustración.

El terminal comenzaba a quedar vacío y luego de unos minutos, y siempre tomadas de la mano, con Cecilia nos fuimos a casa.

Tiempo después me enteré que las ganas de verme solo se quedaron en eso. Hoy, cuando ya ha pasado el tiempo, la recuerdo como La Madre de Mis Cinco Años.

Ese veinte de Junio junto con sentir el fuerte abrazo de Cecilia, sentí que mi madre arrugó a la distancia la foto que guardé por tantos años en mi velador.

Hoy se cumple el segundo aniversario de su muerte, por eso estoy aquí; con estas flores de aroma dulce y esta brisa que ya es parte de mi pelo.

… Cuando todo es calma, donde todo es paz.

ADUREN

Texto agregado el 25-10-2005, y leído por 280 visitantes. (0 votos)


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