Todo se resumía en unas pinceladas de ternura, mezcladas con esa idiosincrasia tan nefasta. Su rostro, era la sumatoria de riñas y deseos inconclusos que nunca llegarían a realizarse. Perdida en el andén de una mediocridad barata, solía mostrarse a hurtadillas, tras esa máscara rebosante de ilusiones que a nada la llevaba. Lúgubre, indiferente, escindida, falaz, intransigente, astuta, mediadora de pobrezas y desengaños, cruel, caminaba las calles de una ciudad desnuda que tampoco la percibía. Sus sueños habían partido una tarde de dolores y traiciones junto a su alma, los que nunca volvieron a conjugarse bajo la soledad de su designio. Y acarreando la tortura de ser ese bosquejo de sombras agazapadas y nulas, su humanidad se esparcía en sórdidas letras para eclipsar tanta mentira, que sólo mostraban el roce del absurdo. La pude ver defendiendo lo indefendible; soslayando la tibieza del amor, como un ave de rapiña hurtando lo que no le pertenece; traficar el valor de lo intocable; envidiar el origen de un razonamiento; camuflarse bajo la calidad de otros logros; reír e insultar al mismo tiempo; sorprenderse de esa inquisición que le era legada; pasar por estas horas y estos días como un ávido sujeto que nada tiene ni nada es; fluir en tiempo y espacio sin ser visto; concluir su inesperado ciclo; intrascender...

Ana Cecilia. ©