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COMO SIEMPRE

Otro martes gris en Montevideo, su nuevo reloj de pulsera, marcaba las siete y diecinueve. Como siempre caminó los diecisiete pasos que separaban la puerta de su casa del kiosquito de diarios, llegó saludando con la mano derecha extendida al “turco”, que como todas las mañanas le preguntó por el trabajo:
-Como siempre. –respondió, mientras sacaba la plata para pagarle con unas monedas que tenía sueltas en el bolsillo del pantalón.
-¿Rompió la chanchita? –comento el turco riendo.
-Es que cuando uno cobra poco hay que aprovechar todo –dijo sonriendo como para cerrar la conversación.
-Hasta luego González.
-Que pase bien, turco –dijo sonriendo, mientras abría el diario, como siempre en la página de deportes.
Después de la primer ojeada, lo cerró con intenciones de leerlo después, para prestarle un poco más de atención, ya que en ese momento era dificultoso por el continuo ruido del tráfico.
Comenzó su rutinaria caminata hacia el parque a las siete y veintitrés como todos los días, exactamente treinta y siete minutos antes de la hora de entrada a la oficina.
Hacía 8 años que seguía dia tras día con el mismo trayecto, a cada paso que daba saludaba a una persona distinta, que al igual que él iban rumbo al desempeño de sus aburridas tareas. Uno de ellos era el panadero del barrio
-¿Como anda don Antonio? –dijo, mientras levantaba el brazo para cumplir
-Muy bien González, ¿siempre tempranito, eh?
-Como siempre –respondió, mientras agachaba la cabeza y seguía caminando, como para no seguir charlando con don Antonio, o “el viejo Antonio” como lo conocía todo el mundo, un tipo muy simpático, muy charlatán, -demasiado charlatán- conocía vida y obra de todo el barrio, cuenta la leyenda que llegó hace años, cuando perdió toda la plata en manos de su ex-mujer, que además de adornarlo, se le quedó con todo.
Ahora labura como un perro en su pequeña panadería, purga el peor de los crímenes, ser demasiado bueno.
-¡Que pase lindo! –le gritó el viejo a González, mientras se ponía a conversar con su próxima víctima de charlas.
González caminaba a paso firme hacia el parque, rumbo al destino de todas las mañanas, donde leería el diario, se fumaría uno o dos cigarros, y después saldría hacia su trabajo, ése trabajo que odiaba de la misma forma desde el día que comenzó, hace ya ocho años.
¡Parece mentira! –pensaba González mientras rezongaba- ocho años ahí, soportando todos los días a mis compañeros, esos idiotas, con aires de hombres de mundo, con sus camisas blancas bien planchadas y las corbatas de marca, ¿para qué?, para lucirlas en esas cuatro paredes claustrofóbicas, para que en verano, al mediodía, se les vean esas manchas asquerosas de sudor bajo los brazos, o lo que es peor en la panza o en la espalda; después de haber hecho dos o tres años en la facultad, y no haber podido terminarla, por pereza, o porque tuvieron que empezar a trabajar, o quizás porque simplemente no les dio la cabeza. Y ahora yo tengo que aguantarlos, yo; que fui el mejor de mi clase, que terminé la carrera sin perder un examen, yo, tengo que aguantar que un viejo inservible como Campos, me dé órdenes, Evaristo Campos: un inútil como pocos, todo el mundo en la oficina sabe que está en donde está por que es amigo del dueño, que después de que perdió todo apostando en el casino, lo pusieron ahí para que no quedara en la calle,. O el imbécil de Perea, Juan Perea Jr., el hijo del jefe, otro inútil, seis años en la facultad y no pudo terminar primero, el auténtico imbécil, con esos lentes gruesos, las camisas blancas con cuellos celestes, y esos pantalones, que usa tan arriba, que da la sensación de que en cualquier momento se ahorca; no tuvo mas remedio el pobre padre que ponerlo acá, era eso o que sea milico. Después está De La Peña, un borracho, y Rossati, un guampudo con todas las letras.
González hacía se repetía esa misma historia todas las mañanas en su cabeza, mientras caminaba hacia ese calvario de todos los días.
Ya eran las siete y treinta y cuatro, cuando llegó al parque, buscó el banco mas próximo y se sentó, abrió el diario, sacó del bolsillo derecho los cigarros y el encendedor, los dejó sobre el asiento luego de encender uno, inhalo profundamente la primer pitada del día, la mas placentera para él.
Ahí estaba González, disfrutando de lo más bello de la jornada, su cigarro en el parque, con su diario en la mano y nadie mas, acá nadie lo mandaba, nadie lo molestaba, era él y nada más.
Después de estar un rato así, leyendo y disfrutando su cigarro calculó que ya casi era hora de arrancar para la oficina, González miro el reloj, y cuando volvía los ojos nuevamente hacia el diario, observo una figura que se acercaba caminando lentamente, era una mujer. González quedó embobado por la silueta que se contoneaba de un lado hacia el otro, no era parte de su rutina, no era parte de este lugar -pensó González- quizás sea nueva en la oficina, sí, debe ser eso, es la nueva secretaria, fue buena idea poner un aviso, ya me la imagino todos los días llevándome el café, y diciendo:
“¿Necesita algo González?”, –o– “Que linda corbata González” –o– mejor aún, “¡Lo necesito González!. En cuestión de segundos González era un mar de ideas y suposiciones, sobre el destino de la joven que tenía delante de sus ojos, que no daban crédito a lo que veían. La miraba embobado mientras la hermosa rubia pasaba frente a sus narices con un aire intelectual, que era revelado aún mas por su peinado, y su look ejecutivo: un pantalón negro de vestir apretado y camisa blanca, con un bolso negro.
Era el sueño de todo hombre esa secretaria. Ella pasó delante de él como si nada, ni lo miró, siguió caminando y dobló frente a sus narices por el camino opuesto a su oficina, todas las ilusiones de que pudiera ser su secretaria se desvanecieron. Igual siguió mirando como se alejaba, era casi imposible no hacerlo.
De pronto de la nada a escasos 20 metros de él, la hermosa joven cae, se desploma, empujada por un adolescente, que en lo que dura un chasquido le arrebata la cartera dándose a la fuga; directamente hacia González. Por un acto casi instintivo, éste pega un salto que lo deja parado en medio de la acera, y el ladrón acercándose..., González está en la horrible disyuntiva, o ayuda a la damisela herida, tirada en medio del parque vacío de gente, esperando ser rescatada por un caballero, o detiene al ladrón frente a los ojos de la pobre victima, que espera deseosa algún valiente superhéroe que detenga al malhechor y haga justicia.
González sin mucho tiempo para pensar y con el arrebatador a apenas 10 metros toma la valiente decisión de perseguirlo, para así recuperar la cartera de la joven y entregársela en mano propia, con la firme convicción de que será recompensado con el cariño de la dama que no podrá resistir los encantos del valiente héroe.
Con todo eso en mente se lanza en la persecución del joven, que con el bolso en la mano trata de escapar por sobre los canteros repletos de flores, que va pisando mientras trata de abrir el bolso negro de cuero, González -que no es muy rápido, pero que mantiene el estado físico a pesar del cigarro y la falta de ejercicio- viene bastante cerca del joven ladrón mientras le grita que se detenga, al mismo tiempo que piensa que es una estupidez gritarle a un ladrón que se va escapando por un parque, con un bolso que acaba de robar que se detenga, por más que en las películas sea así.
El ladrón logra abrir el bolso de la joven y sacar el monedero, que es lo que realmente le importa, mientras le arroja el bolso lleno de cosas a González que viene detrás. Al instante el ladrón llega corriendo a la esquina de la oficina, ya casi saliendo del parque, donde pareciera que el ladrón lograra su objetivo de escaparse, pero justo en el momento en que estaba por tomar la calle para alejarse de González, que ya le había perdido la pisada, a metros de su oficina, el ladrón en una pequeña distracción tras revisar el monedero de la joven, tropieza con el último cantero del parque, el último, parece mentira, tanto correr y correr para nada, cae el ladrón bruscamente en el piso de baldosas negras que rodeaban el parque, golpea fuertemente con su brazo derecho un poste del alumbrado, que hace que se le escape de las manos el monedero.
González que venía unos pocos metros atrás llega justo para tomarlo, mientras el ladrón se levantaba, visiblemente adolorido para escaparse, justo por la calle de la oficina.
El nuevo héroe tomó el monedero fuertemente en sus manos, lo alzó como si fuera un trofeo, ya comienza a imaginarse que será como en las películas, él llegara hasta donde está su amada, la tomará en sus brazos, y le entregará lo que le pertenece, mientras ella sonreirá maravillada y lo premiará con un beso, un beso que ha soñado desde que la vio. Por fin alguien tomara su mano por las tardes, mientras caminan rumbo al ocaso, alguien finalmente despertara por las mañanas abrazándolo fuertemente, le hablara de amor en el oído, le dirá cuanto lo quiere, por fin será un héroe, como los de la tele, será como en una película.
En ese momento se dio cuenta que pasaría toda la vida con ella y ni siquiera sabía su nombre, tomó el monedero, lo abrió y observó sus documentos: Fabiana se llamaba, el amor de su vida por fin tenía nombre: Fabiana.
Con el monedero abierto comenzaron a asomar unos dólares, veinte eran, sin querer se abrió la tapa, y gigante fue la sorpresa cuando aparecieron quinientos veinte dólares. González pensó en la buena cosecha que hubiera tenido el joven delincuente, de no haberse cruzado con él por supuesto. Con el monedero en sus manos levantó la cabeza, miró hacia ambos lados de la calle, no había nadie. Recordó que había dejado los cigarros, el encendedor y el diario en el banco.
A esa altura ya eran las siete y cincuenta y cinco, González se dio vuelta, caminó los cuarenta y tres pasos, que lo separaban de la puerta de la oficina, se acomodó el cuello de la camisa, pasó su mano sobre la corbata intentando hacerla volver al lugar, llegó hasta la puerta del ascensor, observó en el panel que el mismo estaba en el quinto piso, presionó con su dedo índice el botón que lo haría descender, y en ese preciso instante sintió una mano, que firmemente presionaba su hombro izquierdo.
González se asustó, y comenzó a pensar en lo que le sucedería si alguien lo había visto levantar el monedero de la joven, miles de ideas le pasaron por la cabeza, mientras giraba muy lentamente para ver de quién era esa mano, que le había quitado el aliento, como si su conciencia le estuviera retorciendo los pulmones, como si el dedo acusador de la justicia hubiera caído sobre él. Ya se imaginaba como sería: lo acusarían de ladrón, tiempo después de la humillación pública, iría preso a alguna cárcel, compartiría la celda con algún asesino, o ladrón o violador, no soportaría el encierro y terminaría suicidándose, sería el camino más fácil para él. También se le pasó por la mente hacerse el tonto, decir que encontró un monedero lleno de dinero tirado, y que iba a ir en ese instante a buscar a su verdadera dueña, aunque eso no se le creería nadie.
Finalmente se armó de valor, y sin importar las consecuencias giró, se había tomado todo el tiempo del mundo, en algo que normalmente no le llevaría ni medio segundo. Levantó lentamente la cabeza y lo vio, ahí estaba parado a su lado mirándolo fijamente
Rossati, su compañero de la oficina, -el guampudo- que le pregunto con tono amigable:
-¿Y, como anda hoy González?.
Que con una inmensa sensación de alivio respondió:
-¿Como voy a andar Rossati?, como siempre.


Texto agregado el 25-10-2005, y leído por 108 visitantes. (0 votos)


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