El creador
Cuando leí en el periódico local que el municipio llamaba a los escritores a un concurso de cuentos, sentí que algo grande me estaba por suceder.
Volqué todo mi tiempo en preparar la historia que cambiaría mi vida. Y siguiendo los consejos de los maestros consagrados definí al personaje principal de tal manera que casi me convencí de que éste existía; podía verle, sentirle hablar.
Cuando estuvo todo definido, comencé a darle vida al relato que por varias noches había meditado. Y escribí en poco tiempo gran parte del cuento y lo dejé “reposar”; sólo le faltaba el “remate”, el que debía ser espectacular, grandioso, para asegurarme un triunfo en el certamen. De manera que lo dejé para la noche siguiente. No sabía lo que me esperaba.
Al día siguiente me levanté pensando en cómo darle un final que impactara al jurado. Probé decenas de formulas, y cuando la tuve escogida, esperé con ansias la noche para concluir lo que sería mi gran obra. Imaginaba los aplausos de la concurrencia, las felicitaciones de los organizadores; vi mi rostro fotografiado en primera plana del diario, recibiendo el galardón; soñaba despierto.
Y la noche llegó.
Sediento de fama me senté frente a la vieja máquina donde me esperaba la hoja en blanco que dejara la noche anterior. Y cuando me dispuse a escribir sucedió algo que me dejó perplejo, había una línea que yo no escribí. Rezaba así:
—De ninguna manera cometeré ese crimen.
Esta frase no tenía ninguna concordancia con lo había escrito la noche anterior; y me desconcertó de tal manera que me vi en la obligación de repasar lo escrito y sin encontrar una explicación arranqué la hoja con violencia y puse otra en su lugar no sin antes revisar si estaba completamente en blanco. Cerré los ojos para concentrarme y me preparé para continuar y... ahí comenzó todo. De un salto me alejé horrorizado del escritorio sin poder contener un alarido. Ahí estaba otra vez la maldita frase:
—De ninguna manera cometeré ese crimen.
Con mis manos aferrada al respaldar de la silla miraba espantado el papel, no podía moverme, mi corazón amenazaba con detenerse, temblaba, sudaba, era el fin. Mis piernas a duras penas podían sostenerme. La baba caía de mi boca como un grifo descompuesto y se mezclaban con las lagrimas que brotaban por el terror que me paralizaba.
Poco a poco me fui alejando de la mesa, lentamente y sin apartar la vista de la máquina, llegué al fondo de la habitación donde estuve una hora sin moverme, enajenado por completo como mirando una aparición fantasmal.
Un tanto recuperado vertí un poco de licor en un vaso y lo bebí de golpe. Y esperé, no sé qué. Pasó una hora más de estar contemplando la Rémington y de pronto, como un relámpago, las fuerzas volvieron a mí.
Me dirigí hacia el escritorio con una demencial calma. Me senté y decidido golpeé las teclas y escribí:
—¿Quién eres tú? —Y esperé.
Las teclas pulsadas por una mano invisible contestaron presurosas:
—Soy yo Abelardo. Al que quieres convertir en asesino.
—Y cómo diablo sabes eso si no he mencionada nada todavía.
—Pues lo intuí. Tú me creaste inteligente. Además de cauto, honrado, fiel, es decir un ejemplo de persona, y ahora quieres que mate a mi socio para reconfortarte a ti. Lo dicho: No lo haré.
—No te das cuenta de que no estas en posición de negarte a nada. Tú lo dijiste: ¡Yo te creé!
—¿Te crees acaso mi Dios?
—¿A ti, qué te parece? Yo te hice y a todo lo que te rodea; te di todo lo que tienes: esposa, hijos y hacienda.
—A aun así no lo haré. ¿Tu Dios te exige tanta maldad a ti?
—A mi no; pero lo ha exigido para completar su plan. Y yo también tengo un plan que voy a llevar a cabo con o sin tu consentimiento. Y si quiero, puede ser peor de lo que es si me haces enfadar. Como consuelo te puedo asegurar que después te reconfortaré, pero debes obedecerme y matar al rufián que tienes de socio, lo detesto por cobarde, embustero y ladrón.
—También a él lo creaste. Tienes el poder de cambiarlo.
—A mi Dios le he preguntado y reprochado tantas cosas, ¿quieres saber qué me contestó? Te diré lo que me dijo: “Tus pensamientos no son mis pensamientos”. ¿Te aclara un poco tus dudas eso? ¿O acaso piensas que voy a estar cambiando mi plan cada vez que una de mis creaciones me lo pida? ¿Y que tal si tu socio en el momento de morir me invoca también, o su esposa, o la tuya, etc.? Estoy dispuesto a escucharlos a todos, eso creo, pero las cosas se harán a mi manera.
—Te suplico que no me hagas llevar esta carga tan pesada. Creo que no lo soportaré. No creo poder llevar una vida teniendo eso en mi conciencia.
—Veo que no has entendido nada. Si ni siquiera sabes cuánto vivirás; sólo yo sé qué pasará con todos ustedes. Resígnate porque de mi no te puedes esconder. Y recuerda mi promesa: Se fiel y te recompensaré.
Y ahora vuelve a lo tuyo, hay otros que también necesitan de mí y debo atenderlos.
Nunca envié mi historia al concurso; todavía la escribo, a diario, noche y día. A veces me hastío. Son tan rebeldes y piden cada cosa, me dan ganas de comenzar otra historia; pero se los prometí. No puedo hacerlo. No puedo.
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